Petro: El papel del progresismo en tiempo de pandemias y extinción

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El miembro del Consejo de Internacional Progresista Gustavo Petro sobre la "demolición de un paradigma de civilización global", y el amor y la solidaridad que debe reemplazarlo.

Es altamente probable que el COVID-19, como los más recientes virus, tenga que ver con una forma de contacto del mercado, institución humana cada vez más extendida y profunda, con un espécimen que lo llevó al cuerpo humano.

El mercado es un medio de expansión de la enfermedad, en tanto se ha convertido en la manera para volver realidad o realizar las ganancias que se acumulan desde una manera específica de producir. Esa expansión creciente de la circulación de mercancías y la utilización al máximo de la naturaleza a la que transforma en mercancía, a la vez que la destruye.

Tenemos una sociedad que concibe la riqueza solo a partir del valor de cambio, que solo gana a través del valor de cambio, que solo ve al ser humano como un ser para el valor de cambio. Es esto lo que pone al ser humano en contacto con el virus y la pandemia y desata la madre de todos los virus: la transformación caótica del clima. Una relación social específica, entre seres humanos, que debe ir siempre cada vez más allá para poder ganar, hasta cubrir cada palmo del territorio del planeta para apropiarselo en la forma de valor de cambio. Tal tipo de relación nos lleva intermitentemente, en la medida que avanza sobre la naturaleza, al contacto humano con los virus y la enfermedad.

Aunque no podamos ligar el COVID-19 al cambio climático, pero sí a la expansión ilimitada del mercado, lo cierto es que la investigación científica demuestra cómo el cambio abrupto y sustancial de los ciclos del agua, y el derretimiento de los hielos de los polos luego de millones de años, descubre virus antiguos que liberados entran en contacto con la humanidad.

Estamos ante una realidad hace dos siglos descrita: un tipo determinado e histórico de producción y su mercado, el que crece ilimitadamente tras el plusvalor, y por tanto tras el plus trabajo, que destruye nuestra sostenibilidad vital, que consume una enorme cantidad de trabajo humano que ciegamente es conducido a destruir nuestra propia sostenibilidad vital como especie y la propia sostenibilidad vital del planeta.

La experiencia vivida por la humanidad con COVID-19 es como un laboratorio intensivo de corto plazo. Un laboratorio actual de lo que está por venir: la degradación de la calidad de vida de todos los habitantes de la tierra.

Hoy sabemos con certeza, que la promesa de un mundo de abundancia, de consumo sin fin, de progreso lineal tecnológico, de superación de las necesidades, no llegará. Esa búsqueda hecha bajo nuestras actuales relaciones sociales de producción e intercambio es una distopía. Un mundo de felicidad perpetua e ilimitadamente creciente de acuerdo con el consumo, en la falsa infinitud de la que hablaba Hegel, no existe ni llegará. El móvil de la ganancia que ha sido el “deus ex machina” de los últimos tres siglos de la sociedad humana en el mundo, no lleva a ningún paraíso, sino a un infierno.

La espina dorsal de la teoría económica del establecimiento, que devino en el neoliberalismo, ha fracasado estruendosamente: el mercado libre no maximiza el bienestar de los individuos ni asigna eficientemente los recursos productivos.

El fracaso de este paradigma ideológico, que no es científico, es más profundo incluso, que el hundimiento de las sociedades soviéticas y su muro de Berlín. Hoy lo siente cada ser humano en cada rincón del planeta.

Estamos ante el derribamiento de un paradigma civilizatorio mundial.

¿Qué puede surgir de allí?: como todo en la historia humana, nuevas contradicciones y conflictos.

La crisis climática arrastra tras de sí y en la misma medida de su profundización, el conflicto social. Un conflicto que mide la división de la sociedad mundial en dos grandes secciones: de una parte quienes buscan como sobrevivir a los estragos que ocasiona en su territorio la crisis, quienes se mueven por detener un mercado expansivo sustentado en una producción y consumo de derivados de los fósiles productores de emisión de gases efecto invernadero, quienes caminan y actúan por defender la vida, la propia y la de los demás; y por otra parte, quienes quieren mantener el actual sistema de plus trabajo de derroche autodestructivo del trabajo y las ganancias en contra de la vida de la gente y del planeta, los defensores de la economía fósil.

Este conflicto vital se trasluce de muy variadas maneras por todo el orbe. Se expresa en los éxodos masivos, en la inmigración desbordante, en las guerras por el petróleo y sus millones de muertos, en el empobrecimiento de millones de agricultores, en el hambre creciente, en el desastre que llaman natural y sus víctimas. Se expresa en el crecimiento desesperado de necesidades construidas por la sociedad de mercado para llevarla a comprar, en el incremento de la productividad y la automatización que conlleva, por tanto en el desempleo creciente, en el aumento del derroche del trabajo humano en procesos que implican la extinción de la vida; en la destrucción democrática allí donde nació la democracia.

La destrucción del orden utópico que prescribía Fukuyama, en círculos cada vez más amplios de barbarie.

El éxodo, como diría Antonio Negri, es respondido con la barbarie.

Si me lo permiten, los tiempos que estamos viviendo son un reflejo ampliado a escala ahora sí global, de 1933.

La humanidad en crisis que trata de ser controlada con los medios tecnológicos más represivos de la historia humana. El éxodo es enfrentado por los muros cuidados por ametralladoras y satélites. Esta vez el ghetto no es para los excluidos sino para las sociedades más poderosas y ricas del planeta que quieren vivir encerrados y segregados. Una fortaleza amurallada como en la edad media, donde en su interior es posible toda la felicidad ficticia del mercado, pero en cuyo exterior sólo está lo que debe ser desechado, la mayor parte de la humanidad.

La crisis climática, como nos lo muestra el desarrollo del virus, va a traer aparejada la destrucción democrática. Dicha destrucción estará sustentada por una base social de millones de personas temerosas de perder su modo de vivir confortable. Su cultura cálida, abullonada, de consumo que confunde con la libertad. Aparecen nuevas ideologías, símbolos, representaciones, que llevaran a estos millones de personas, quizás centenares de millones en todo el mundo, a defender de cualquier manera el modo de vivir adquirido: la organización de una sociedad pensada en la realización de sus privilegios como demandantes con capacidad de pago, como ciudadanos seudo libres del mundo. Los supremacistas blancos, los neofascistas, los autócratas se abalanzarán sobre estados poderosos para defender a como dé lugar, el modo de vivir de combustibles fósiles, atacados por su propia capacidad de destruir la vida de todo el planeta.

Tendremos un intento desesperado, y por ello más criminal y bárbaro, de conservar una sociedad que ve sus fundamentos destruirse.

Tal acción tendrá expresiones políticas en todos los países, hará gastar enormes cantidades de dinero en conseguir la manipulación del conjunto de la humanidad para apoyar unas metas que cada vez más se evaporarán, quizás, de virus en virus, de millones de muertos en millones de muertos.

Allí donde la manipulación falle, entonces brillarán las armas y los exterminios: el genocidio global.

Veremos la aparición de grandes canales de manipulación informática, ante los cuales, los presentes solo serán un juego de niños. Se tratará de lograr cómo toda la humanidad apoye el camino de su propia destrucción.

Las guerras interétnicas, tribales, las nuevas guerras de asesinos de masa, como los llama Badiou, los genocidios al interior de las naciones servirán para distraer la atención sobre la fortaleza, sobre ese mundo idílico del consumo que se pretende dejar intocable, pero que es el origen de todos los problemas.

Hoy, en medio de la actual pandemia podemos ver el crecimiento de la barbarie y la antidemocracia. Trump y Bolsonaro, lograron hacer retroceder a la Organización Mundial de la Salud -OMS, y desactivar los confinamientos para llevar a la gente en masa a la producción y el consumo. El confinamiento hería el eje central del capitalismo: la producción donde surge la ganancia y su realización en el mercado.

Centenares de millones de personas son llevadas hoy en el mundo a producir, a contagiarse y muchos de ellos a morir.

La xenofobia asciende, la brutalidad contra la mujer, contra los niños, los autócratas se empoderan, las formas democráticas y la defensa de los derechos desaparecen.

El confinamiento estricto ante el virus implicaba una política económica que no podía tener otro norte que la redistribución de la riqueza de arriba abajo para garantizar que la familia confinada no muriera de hambre.

Tal pretensión de política económica, que la OMS lograba vislumbrar como la coherente con su llamado a la cuarentena y la defensa de la vida, desató las furias de los dueños del poder y del dinero. No era la gente a la que había que salvar, sino a los dueños del dinero.

Para eso los dueños del dinero, que han sobreendeudado a la humanidad, se hicieron a billonarias emisiones de dólares y euros, olvidando la gran lección económica desde hace dos siglos repetida: la riqueza no nace del dinero, sino del trabajo.

La receta preferida de los dueños del poder ha sido emitir y endeudar, tal como lo dijera David Harvey. El mundo después de la pandemia saldrá más endeudado que antes, pero sin trabajo. Un mundo que tendrá todo su futuro empeñado, a título de garantía de la deuda, en beneficio de los dueños del dinero.

Desde el encierro, en sus casas, en medio del temor, la humanidad recibió una lección magnífica de economía: destruyendo todos los manuales de la teoría económica del establecimiento y sus premios nobeles de las últimas décadas, experimentó que la riqueza sólo nace del trabajo.

Que solo fue dejar de trabajar para protegerse de la enfermedad, que el solo hecho de hacerlo por centenares de millones de asalariados, paralizó por completo el capital, lo desvalorizó, lo llevó casi a su final. Extinción que solo el capital sabe superar primero emitiendo y apropiándose de la emisión, figura fantasmagórica, porque solo se salvará en realidad, si saca la gente de las casas y las lleva por centenares de millones al taller y al supermercado no importa el riesgo de la enfermedad y de la muerte.

Pero la lección ha quedado en la experiencia de la gente. Solo es la humanidad, como la gran fuerza laboral del mundo, la que puede garantizar que una capa ínfima de la población pueda llamarse rica, consumir y despedazar el planeta a su antojo, exponiendo a todos a la muerte. Solo es con la gente sencilla en el trabajo que se construye la ganancia y el poder. Sin ella en el trabajo, todo el mundo fáustico se desvanece.

Por eso también vemos en la experiencia de la pandemia la aparición de lo nuevo, o de lo viejo que nos habían hecho olvidar: la solidaridad, el amor al otro, el destino compartido, la superación del individuo solo y recortado que no puede realizarse sino en el bienestar de los demás.

La muerte del otro nos amarga.

La vida del otro nos hace renacer.

De esa nueva subjetividad nacida en centenares de millones de personas surgen y surgirán nuevos movimientos de la sociedad en defensa de la vida.

Al otro lado de la fortaleza del statu quo y la economía fósil y mercantil, va a aparecer una sociedad renovada deseosa de transformar las cosas que solo llevan a la muerte y el derroche destructivo del trabajo.

Esa sociedad renovada se expresará, también, diversamente, local y globalmente. Se planteará la tarea de tener un sistema de salud global y público, desmercantilizado, un bien común global, como lo es el agua y la naturaleza, como lo es el oxígeno, que intentamos encapsular en las maquinitas que reemplazaban los pulmones de los enfermos del COVID-19.

Se planteará las tareas de detener el mercado en su aspecto más nocivo, la propagación de los combustibles fósiles; se propondrá la necesidad de cambiar la estructura de su propio consumo, de su relación con la naturaleza; se planteará la insurgencia de una nueva cultura espiritual y productiva; saldrá por millones a tomarse las calles que hoy domina la fuerza armada del Estado. Moverá las posibilidades vitales del futuro.

¿Ante la insurgencia de la humanidad por la defensa de la vida y la imprescindible derrota del mercado ilimitado y sus gases efecto invernadero, qué papel tendremos nosotros, los que nos proclamamos como progresistas en el mar de la humanidad?

Llenar esa humanidad de luz, diría un viejo discurso religioso, o una vieja manera de razonar.

En realidad, no podríamos llevar luz donde ya la humanidad ha prendido las antorchas, podemos es coordinar el esfuerzo, volvernos locales y globales, comunicar, entrelazar el esfuerzo humano para volverlo más eficaz.

Las fortalezas que se arman no serán neutralizadas en sus efectos mortíferos y antidemocráticos si la humanidad no logra ubicar sus objetivos comunes, traducirlos en acción eficaz, modificar el poder.

La humanidad atemorizada hoy, pero más sabia que antes, espera liderazgos, banderas, nuevos símbolos. Gente que abandone la política correcta, acartonada y proponga la audacia que se necesita para reconstituir la vida.

Ya no se trata de reeditar una vieja democracia que tembló y se arrodillo ante el recetario neoliberal que consideró un hecho inmodificable. Ya no se trata de reeditar un viejo socialismo sin libertad y sin individuo. Hoy lo nuevo clama por nuevas relaciones sociales de producción y consumo, por nuevas culturas, por nuevas simbologías, pero todas atadas a la vida, al conocimiento y a la libertad.

El nuevo progresismo tiene una tarea de construcción y coordinación allí. Tecnológicamente esas banderas se pueden llamar economía descarbonizada, reequilibrio con la naturaleza, consumo responsable, energías limpias, electrificación del transporte, bicicleta, pero las cosas tecnológicas solo encubren relaciones entre seres humanos.

Cada apuesta nueva en el campo económico o tecnológico implica un cambio de relaciones entre la humanidad, un cambio en el poder, como lo definiera Foucault, no solo el poder visible del Estado, sino el invisible, el que penetra en cada centímetro de la existencia humana, el verdadero poder. Poder que será más femenino, seguro más infantil, seguro más negro e indígena, más de los parias de la tierra, más de los excluidos. Poder que se transformará en más poder de los que no lo han tenido, quizás para desaparecer el poder de la historia de la humanidad.

Más democracia, no solo la acartonada en partidos autoritarios, sino más democracia viva y multicolor, más capacidad de decisión de la gente sencilla en su territorio, en su nación, en su paisaje.

Más humanidad en eso que Aristóteles apuntaba como lo específicamente humano, lo que nos define, que es la cultura, que es el saber, que es la política. Las sociedades del conocimiento nos pueden mostrar un nuevo progresismo, no sólo en cómo llegar allí, sino en cómo esas sociedades emprendan un nuevo tipo de acumulación, que ya no es el de las cosas innecesarias, que ya no es el de los valores cimentados en el trabajo de otros y otras, sino en la acumulación del saber generalizado, en la acumulación de la cultura.

Las sociedades humanas que nos esperan, si la humanidad logra triunfar en su afán de mantenerse con vida en el planeta y para lo cual necesita de la vida de todo lo demás: de la naturaleza, serán más frugales, serán más ancianas quizás, serán más sabias.

Un viejo pensador alemán decía que las revoluciones sólo llegan cuando una manera de producir ya no garantiza el desarrollo de una sociedad. Hoy estamos ante la evidencia que esta manera de producir y consumir que tenemos en el mundo ya no garantiza el desarrollo de la humanidad, la lleva indefectiblemente, a la muerte, a su desaparición como especie viva del planeta que llamamos Tierra.

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EnglishSpanish
Authors
Gustavo Petro
Published
27.07.2020
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