Al comienzo de la cuarentena, la integrante del Consejo de la IP, Arundhati, afirmó que el COVID-19 “es un portal, una puerta entre un mundo y el siguiente”. Sin embargo, ¿qué voces contarán en este mundo que está por venir? La pregunta no es trivial. Hay razones para creer que un modelo de democracia frágil y orientado a los procedimientos, preocupado exclusivamente por la realización de elecciones de vez en cuando, terminará reproduciendo las condiciones que nos trajeron hasta donde estamos hoy. Sólo un programa de democratización radical, capaz de asegurar espacio para las voces disidentes y de redistribuir el poder a grupos marginalizados, permitirá guiarnos a través del portal hacia una nueva y mejor normalidad.
Desafortunadamente, los arreglos democráticos que han ido tomando forma desde el inicio de la pandemia han contribuido a profundizar el déficit democrático y no a solucionarlo. En particular, tres mecanismos – la seguritización de la discusión, formas tecnocráticas de gobernanza y el uso opaco de tecnologías algorítmicas – están produciendo la exclusión y deslegitimación de voces disidentes. Entre otros problemas, estos tres mecanismos corren el riesgo de transformar las jerarquías raciales, de clase, religiosas, de género y sexuales en un factor clave a la hora de determinar cuáles voces cuentan y cuáles no. Más aún, es importante mencionar que, aunque estos discursos y medidas han sido justificadas como una excepción durante la pandemia del COVID-19, hay razones para sospechar que podrían dar pie a una “nueva normalidad democrática” que permanecerá por más tiempo de lo esperado.
Como explicamos aquí, cada uno de estos mecanismos cumple un rol particular a la hora de empobrecer el debate público. Primero, la seguritización del debate crea una atmósfera de excepcionalidad que justifica discursos y medidas previamente consideradas inaceptables. Segundo, el privilegio de modelos tecnocráticos de gobernanza deslegitima la política como vehículo de discusión, excluyendo la voz de lxs ciudadanxs comunes y corrientes. Finalmente, el uso de tecnologías algorítmicas contribuye a sedimentar las exclusiones al inscribirlas en soluciones de hardware y software. Al operar en conjunto, estos tres mecanismos dan forma a lo que llamamos el déficit democrático del COVID-19.
Una de las estrategias más utilizadas para configurar un déficit democrático por parte de las autoridades políticas ha sido el recurrir al discurso de guerra. El caso de Reino Unido constituye una ilustración perfecta de esto, pero es posible encontrar aproximaciones similares en, por ejemplo, India, Francia, los Estados Unidos y Rusia. El 17 de marzo, el primer ministro Boris Johnson declaró en televisión una guerra frontal contra el COVID-19, presentando al virus como un ”enemigo mortal” capaz de amenazar la forma de vida y la economía británica. La situación, según afirmó, requería formas de gobernanza propias de la guerra. Apenas seis semanas antes, Johnson había insistido en que la mayor amenaza para Gran Bretaña en tiempos de coronavirus era la sobrerreacción – un “pánico” global injustificado que podría traer consecuencias catastróficas para la economía. Sin embargo, el 23 de marzo, los pubs, las tiendas de comercio y las escuelas fueron cerradas; las fronteras en Europa fueron clausuradas; y el gobierno anunció que la cuarentena indefinida de la sociedad británica se ejecutaría a través de un nuevo conjunto de poderes policiales ampliados. De esta forma, el antiguo dicho británico de “mantén la calma y sigue adelante” (Keep Calm and Carry On) dio lugar a una completa reconfiguración de la vida diaria en pocas semanas. “Ningún primer ministro quiere implementar medidas como ésta”, le dijo Johnson a la nación. “Pero no hay duda de que cada uno de nosotros está directamente enrolado en esta batalla”.
Una declaración de guerra constituye una medida deliberadamente seguritizadora con consecuencias políticas contradictorias. Por un lado, transmite el sentido de urgencia y excepcionalismo propio del lenguaje de seguridad nacional que, en el caso de la pandemia del coronavirus, se espera contribuya a la aceptación por parte de la población de medidas de emergencia como la cuarentena. Por esto, es probable que la seguritización haya salvado vidas: una estimación indica que hasta veinte mil muertes podrían haber sido prevenidas en el Reino Unido si las medidas de cuarentena hubieran sido anunciadas solo una semana antes. Sin embargo, no debería darse por sentado que la seguritización es la única forma de promover acciones decisivas en la defensa de (algunas) vidas humanas, así como tampoco deberíamos olvidar que la creación de estados de excepción política usualmente tiene consecuencias de largo plazo y de carácter endémico para las democracias. Tal como la “guerra contra el terrorismo” y la “guerra contra las drogas”, la guerra contra el COVID-19 configura un imaginario de una sociedad amenazada bajo la condición de múltiples omisiones – omisiones de ciertas voces del debate, de ciertas subjetividades del colectivo social, del poder llorar la muerte de algunas personas, y de tomar en consideración ciertas consecuencias políticas.
Dos dimensiones de la pandemia han sido particularmente invisibilizadas por el lenguaje de la guerra con consecuencias negativas para una democracia sustantiva – sus raíces históricas y sus potenciales ramificaciones. La forma en que tendemos a imaginar una guerra (por ejemplo, como se enseña en las escuelas) está falsamente contenida en el tiempo y el espacio – las guerras estallan en días y lugares específicos y tienen un fin, a veces meses o años después de su inicio. Por ello, imaginar el combate contra el COVID-19 como una guerra hace más difícil entender las conexiones entre las crisis sociales actuales y las preexistentes. Los niveles desproporcionados de contagio y mortalidad en comunidades de personas negras, migrantes y adultxs mayores, así como también en la mal remunerada y precarizada primera línea de trabajadorxs, dejan en claro que los factores de vulnerabilidad al virus son anteriores al virus en sí mismo. Visto como una crisis de la vida humana, el COVID-19 puede ser mejor entendido como una extensión de la triple crisis de injusticia racial, extracción colonial y desmantelamiento de la infraestructura pública de salud en un orden económico neoliberal globalizado que como un evento histórico acotado y reciente. Sin embargo, el imaginario seguritizado hace difícil reconocer esto ya que las medidas urgentes son justificadas en base a una supuesta excepcionalidad histórica. Los intentos por conectar la violencia del virus con la mercantilización del Servicio Nacional de Salud (NHS, por sus siglas en inglés) o el movimiento global por las vidas de las personas negras Black Lives Matter han sido ampliamente rechazados como intentos cínicos de politizar una crisis sin precedentes del sistema público de salud – lo cual implicaría, por cierto, que el virus no tiene precedentes políticos.
Pensando en lo que viene, la seguritización del COVID-19 está también invisibilizando los desiguales efectos políticos que tendrá la crisis y su gestión para distintos tipos de sujetxs. La guerra evoca la idea de una comunidad unificada y homogénea de sujetxs nacionales amenazadxs por la misma fuerza siniestra y a la espera del mismo tipo de medidas para resguardar su seguridad. Sin embargo, la lucha contra el COVID-19 no es unívoca, así como tampoco se distribuirán de forma equitativa los beneficios de las estrategias de los gobiernos para enfrentar el virus en el Reino Unido y en otro lugares. La ampliación de los poderes policiales que permiten detener personas y dispersar grupos afectarán desproporcionadamente a las personas de color (especialmente jóvenes negros); los cierres de los colegios afectarán desproporcionadamente a las mujeres; los costos del trabajo remoto recaerán especialmente sobre tranajadorxs precarizados y mal remunerados con riesgos de salud o dificultades económicas (o con las dos al mismo tiempo). Más aún, ninguno de estos efectos serán temporales – tendrán repercusiones duraderas en las vidas de estas personas y constituirán en el origen histórico de las consecuencias socioeconómicas de estas medidas.
Muchas de estas medidas han tenido un rol relevante en la disminución de la mortalidad del virus en Reino Unido y otros lugares, por lo que ciertamente nuestra intención no es rebatirlas (a todas). Sin embargo, enmarcarlas en un lenguaje de guerra hace difícil el poder discutir sobre la desigualdad de sus consecuencias y, más aún, nos aleja de la posibilidad de mitigarlas a través de políticas públicas basadas en la reflexión crítica. Las amenazas de seguridad son, por definición, amenazas existenciales – imaginar el COVID-19 como un problema de seguridad homogeneiza a la ciudadanía, presentándola como si estuviera abandonada a su suerte y requiriendo cualquier medida de protección para sobrevivir. Este imaginario es perjudicial para la toma democrática de decisiones ya que deja poco espacio (y, de hecho, tiempo) para lidiar con necesidades heterogéneas. De esta forma, la metáfora de la guerra ha sido clave para el establecimiento del déficit democrático durante el COVID-19, reduciendo la posibilidad de visibilizar la diferencia y el disenso. Con la ciudadanía transformada en un conjunto de sujetxs con las mismas y obvias necesidades y demandando igualmente obvias formas de protección, la política corre el riesgo de transformarse en un espacio cerrado de decisiones prescritas.
Una de las dicotomías clave en la política durante los últimos años – al menos desde la chocante elección de Donald Trump – ha sido aquella entre el populismo y la ciencia. Esta dicotomía contrapone la supuestamente irracional y errática política populista con el respetable y razonable expertise. En el impredecible mundo de hoy, la ciencia suele ser presentada como la fuente final de la verdad; gente de todo el mundo celebró su aporte para construir un mundo mejor en las marchas por la ciencia del 2017. Tres años después, esta dicotomía ha demostrado ser artificial: puede que la política democrática y el establishment científico nunca hayan sido reales aliados. Tal como la seguritización, las respuestas cientificistas también han dañado la posibilidad de contar con una respuesta inclusiva y democrática a la pandemia.
No es casualidad que el manejo de la crisis del COVID-19 en Suecia haya generado atracción internacional. Su confianza en la tecnocracia científica ha producido consecuencias verdaderamente desastrosas, transformándola en una poderosa evidencia contra la creencia popular (defendida por Francis Fukuyama, entre otrxs) que la confianza en el gobierno es el factor más relevante para responder eficientemente a la pandemia. En Suecia, el tradicionalmente alto nivel de confianza en el Estado ha ido de la mano con una gobernanza organizada en base a la burocracia – “ministerios pequeños, grandes autoridades”, explicó con orgullo la ministra del exterior de Suecia Ann Linde en una controversial entrevista reciente. En la práctica, esto significa que la toma de decisiones relevantes recae en las manos de autoridades no electas, como la Agencia Pública de Salud en el caso de la crisis del COVID-19. Mientras tanto, el gobierno democráticamente electo de Suecia ha evitado rendir cuentas de forma directa, optando por basar sus decisiones en las sugerencias propuestas por burócratas de la agencia pública de salud. “El gobierno y yo estamos siguiendo las recomendaciones de autoridades expertas”, proclamó la ministra de salud Lena Hallegren. Su jefe directo, el primer ministro Stefan Löven, solo ha aparecido en público en contadas ocasiones desde el inicio de la crisis. La decisión de ampararse en el establishment burocrático se vuelve más sorprendente aún considerando que muchas de las recomendaciones de las “autoridades expertas” han contradicho las de la OMS y los países vecinos de Suecia. Como es sabido, la Agencia Pública de Salud ha sido contraria a la idea de imponer cuarentenas y, por ejemplo, ha sido cuestionada por sugerir que el uso de máscaras en público no sería coherente con la estrategia de Suecia para combatir el coronavirus. A pesar del nombre de la organización, el público no ha tenido la oportunidad de conocer de modo acabado los argumentos tras este modelo de “dejar hacer” (laissez-faire). Lo que es peor, la agencia subestimó los riesgos del virus y erró en los cálculos sobre la eficiencia de su estrategia.
Las voces disidentes han sido recibidas con fuertes críticas. En marzo, Peter Wolodarski, editor general del periódico Dagens Nyheter, solicitó al gobierno asumir la responsabilidad política en el manejo de la epidemia. En respuesta, el periódico popular Svenska Dagbladet afirmó que personas como Wolodarski menoscababan la ciencia y jugaban la carta del populismo. Puede que no sorprenda que la mayoría de los medios suecos hayan permanecido neutrales en su cobertura de la crisis de la pandemia y que prácticamente hayan evitado cuestionar las decisiones del establishment burocrático.
Los hechos posteriores en Suecia han recorrido el mundo. El fallecimiento de más de 5.800 personas este año debido al virus (comparado con las cerca de 300 muertes en los países vecinos Noruega y Finlandia) llevó a que el país encabezara los ránkings globales de muertes per cápita por COVID-19 en mayo. Puede que el caso sueco parezca extremo, pero es sintomático de la falta de participación democrática en tiempos del COVID-19. Si, como todo indica, el virus llegó para quedarse, necesitamos superar el déficit democrático producido por las respuestas a la pandemia, lo cual no aplica solo a los países nórdicos. A pesar de su relativamente exitoso manejo de la crisis, Alemania presenta patrones similares de despolitización. El descontento popular con respuestas tecnocráticas a la crisis – usualmente acompañado con malas comunicaciones e insuficiente protección social para las clases trabajadoras – ha sido parte fundamental de las protestas en países tan distantes y diferentes como los Estados Unidos, India y Rusia. En la mayoría de los casos, la ridiculización del mensaje de estos grupos por parte de los grandes medios ignora un aspecto clave: estxs ciudadanxs reclaman, usualmente de forma desesperada, contra la impotencia ante la intensificación de las dificultades económicas y la falta de apoyo por parte del Estado.
El caso de Suecia nos demuestra que el antiguo dilema entre la transparencia democrática y la eficiencia tecnocrática ya no es válido: expertxs no dispuestos a rendir cuentas pueden tomar medidas profundamente desacertadas sin tener que asumir las responsabilidades. Tal como lo demuestra la historia, abordar el expertise científico de forma acrítica puede inferir un profundo daño a la ciudadanía democrática. Por mencionar uno de los ejemplos más brutales, una visión acrítica de la ciencia permitió ignorar el poder y la violencia tras el movimiento eugenésico europeo, el cual tuvo su primera sede en un instituto sueco. La pregunta central es cómo podemos superar este déficit democrático, permitiendo que el conocimiento científico sea validado de una forma que no excluya a la ciudadanía de decisiones que tendrán repercusiones profundas en sus vidas.
El tercer y último mecanismo del déficit democrático en el contexto de la pandemia está relacionado con el protagonismo que los datos, los algoritmos y las apps móviles han tenido en la discusión. Sin duda, los métodos cuantitativos y la tecnología en general pueden ser fundamentales a la hora de orientar las políticas de respuesta al virus en áreas como la salud, la economía y la protección social. Cuando son correctamente aplicadas incluso pueden salvar vidas. Sin embargo, tal como en el caso de la tecnocracia que ya discutimos, estas tecnologías y los arreglos político-económicos asociados a ellas pueden tener profundas consecuencias para el diálogo democrático. La pregunta que surge, entonces, es qué tipo de infraestructura democrática está emergiendo a raíz de este cambio. Dado el gran número de iniciativas utilizando datos y algoritmos, aquí nos referiremos al panorama general con referencias a distintos casos alrededor del planeta.
Es difícil ignorar el hecho de que la conversación sobre el alcance y las respuestas a la pandemia está altamente dataficada. Las tasas de infección y mortalidad, los sistemas de rastreo y contacto y la distribución de beneficios dependen de bases de datos cuantitativas. Desafortunadamente, en muchos casos esta información no ha sido examinada con suficiente distancia crítica. A pesar de la existencia de desacuerdos en puntos específicos, el debate actual ha asumido una fe en los números que, acompañada con el tratamiento de la información cuantitativa como espectáculo, ha terminado por presentar los datos como el mejor y único medio para realizar diagnósticos y definir el tipo de medidas que se requieren. Sin embargo, las bases de datos siempre involucranexclusionesy pueden ser gestionadas y visualizadas de forma perjudicial para las comunidades marginalizadas. Más aún, la importancia de los datos hace necesario preguntarse quiénes pueden participar en una conversación de esta naturaleza. Pocas veces se ha problematizado la capacidad de la población e incluso de lxs periodistas para entender qué significan estos números y cuestionar las afirmaciones de las autoridades, un aspecto que se vuelve aún más preocupante al considerar la desigual distribución de esta forma de alfabetización en la sociedad. Por último, en algunos casos los datos cuantitativos también han sido utilizados como un sustituto de las voces de la ciudadanía, como cuando las medidas son legitimadas en base a información reutilizada de forma tal que queda omitida la riqueza del debate cualitativo. La cuantificación del debate, por lo tanto, no es un fenómeno neutral. Por el contrario, es un fenómeno que en su forma actual constituye una piedra angular del déficit democrático.
Igualmente importante es que en muchos casos las apps e infraestructuras técnicas que se han vuelto fundamentales en la respuesta al COVID-19 no están sujetas al escrutinio público ya que responden a los intereses de empresas transnacionales que concentran altos niveles de poder económico y político. Estas compañías están aprovechando la situación actual para ganar control de servicios previamente proveídos por el Estado, lo cual es el objetivo tras la oferta de Apple y Google de desarrollar apps de rastreo de forma gratuita. El desfinanciamiento sistemático del Estado durante las últimas décadas ha impedido que éste pueda desarrollar sus propias soluciones tecnológicas. Países como Reino Unido han terminado dependiendo de estas compañías a pesar de que originalmente esto no estaba en sus planes. Esta forma de privatización encubierta es preocupante porque deja a las sociedades aún más lejos del ideal del control democrático de áreas clave de la vida social, tales como la salud pública. Más aún, implica que los estados han sucumbido al lobby de empresas con un ethos monopolístico y anti-competitivo que no garantizan la rendición de cuentas y transparencia que requieren las circunstancias actuales.
Un tercer punto es que la opacidad de los sistemas tecnológicos que utilizan algoritmos está afectando la capacidad de la ciudadanía de criticar, negociar e incluso rechazar medidas y decisiones tomadas por el Estado. En Colombia, por ejemplo, el gobierno fusionó bases de datos existentes para dirigir sus transferencias de apoyo monetario durante la crisis del COVID-19. La falta de rendición de cuentas sobre los datos y algoritmos utilizados implicó que la ciudadanía no tuvo la oportunidad de cuestionar los criterios utilizados y las potenciales exclusiones. Más aún, la crítica y las peticiones de mayor transparencia fueron explícitamente desmerecidas por el gobierno colombiano. Este problema se extiende a la infraestructura misma del debate público. Una gran parte de la discusión ha ocurrido en plataformas sociales como Facebook, Tik Tok y Twitter, las cuales, de acuerdo a la evidencia, son cómplices de la vigilancia estatal y empresarial generalizada. Nuevas medidas implementadas o por implementar en el contexto de la pandemia actual, como el ‘ciberpatrullaje’ en Argentina, pueden empeorar la situación.
Las tecnologías de la información constituyen una parte importante de la infraestructura del debate en torno a las respuestas al COVID-19. Sin embargo, no es una infraestructura neutral. Actualmente, la cuantificación del debate, el secuestro del Estado por parte de grandes empresas tecnológicas y el uso de tecnologías opacas de datos y algoritmos son componentes fundamentales del déficit democrático. En algunos casos resulta difícil entender la forma como estos métodos y sistemas funcionan. Esta complejidad, sin embargo, no debe entenderse como un accidente sino que como una decisión que blinda a la tecnología de la crítica democrática, facilitando una forma de exclusión por diseño.
¿Traerá la pandemia una nueva forma de comunismo? ¿Implicará la llegada de una nueva forma de ejercer la soberanía? Las respuestas a estas preguntas aún están abiertas, y solo una democracia radical e inclusiva hará posible que las voces marginalizadas puedan alzar la voz y contrarrestar el intento de la elite de reducir el campo de lo discutible. En ese sentido, las observaciones que hemos hecho aquí sugieren que hay razones para estar preocupadxs. La seguritización discursiva del debate, la implementación de formas de gobernanza científico-tecnocráticas en perjuicio de la participación ciudadana y el protagonismo de las tecnologías de datos y algoritmos operan de distintas maneras. Sin embargo, su resultado es similar – la deslegitimación y exclusión de las voces de una forma que reproduce las jerarquías raciales, de género, sexuales y de clase. Si la pandemia es un portal que permitirá a las sociedades transitar hacia un nuevo mundo, hay razones para creer que este nuevo mundo está siendo configurado por los poderosos y no por la ciudadanía en general, y menos aún por quienes pertenecen a grupos marginalizados.
A pesar de lo anterior, también es posible encontrar razones para ser optimistas. La pandemia ha hecho evidente que la gente está dispuesta a actuar incluso bajo las duras condiciones actuales, de lo cual el movimiento Black Lives Matters en los Estados Unidos y las protestas de trabajadorxs del área de la salud y las plataformas digitales en América Latina son solo ejemplos. Más aún, el abandono por parte del Estado ha motivado a algunas comunidades a organizar colectivos autónomos de cuidado, los cuales en algunos casos se han enfocado en grupos marginalizados. En Chile, el largo período de cuarentena ha llevado a algunas comunidades a reflotar las “ollas comunes”, una práctica solidaria con raíces en la resistencia contra la dictadura de Augusto Pinochet. Las tecnologías digitales también han sido apropiadas por grupos que han utilizado redes pertenecientes a empresas para organizar y promover iniciativas comunales. En Rusia, personas impedidas de reunirse en las calles durante la cuarentena realizaron protestas virtuales espontáneas para alzar la voz ante la precariedad económica, publicando comentarios como “Queremos comer!!!No trabajar!!!” en edificios gubernamentales de mapas digitales. En un caso al menos estos grupos tuvieron éxito en atraer la atención de las autoridades locales a sus reclamos. Estos ejemplos sugieren que, a pesar de que nuestro diagnóstico es principalmente pesimista, la crisis actual ha dado lugar a nuevas y creativas iniciativas populares que desafían la profundización de la desigualdades y el déficit democrático del COVID-19. En nuestra opinión, solo una democracia radical, especialmente sensible a las voces de comunidades disidentes y grupos marginalizados, permitirán que estas iniciativas florezcan y adquieran notoriedad en el debate público en vez de permanecer invisibilizadas o presentadas como meras excepciones.
Sebastián Lehuedé es candidato a doctor en la Escuela de Economía de Londres (London School of Economics)
Kirill Filimonov es candidato a doctor en la Universidad de Uppsala (Uppsala University)
Kat Higgins es candidata a doctora en la Escuela de Economía de Londres (London School of Economics)
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