Las demandas para un “Nuevo Acuerdo Verde Global” nunca se han basado en la visión utópica o percepción ingenua del objetivo perseguido: esfuerzos globales combinados y coordinados son necesarios para garantizar la supervivencia del planeta y de la vida humana en él.
Pero la pandemia del Covid-19 pone de manifiesto la urgencia del internacionalismo, y no sólo debido a la extrema rapidez y fuerza de la propagación mundial de la enfermedad. El desarrollo de la pandemia, las respuestas de política nacional y las repercusiones económicas, demuestran que tales procesos aumentan de manera dramática las desigualdades entre y dentro de los países, y también que no cabe encontrar las soluciones en un solo país.
Los agudos incrementos en la desigualdad mundial resultantes de la pandemia podrían haberse esperado, pero aun así han sido sorprendentes en su velocidad e intensidad. Países en desarrollo, excepto China (donde se inició la infección y que sufrió algunos meses agotadores, de los que se ha recuperado significativamente), han sido afectados de manera masiva y desproporcionada. En la mayoría de los casos el impacto no ha sido debido a la difusión de la enfermedad: el mayor número de tales países no han devenido todavía epicentros del brote y en general muestran menores ratios de contagio que algunos países en Europa y bolsas geográficas en Estados Unidos. Más bien, hasta ahora ha sido sobre todo un desastre económico del mundo en desarrollo: una tormenta perfecta de colapso de las exportaciones e ingresos por turismo, dramáticos cambios en los flujos de capitales y depreciación de divisas que se han sumado a los problemas del servicio de la deuda externa. Dado que el grupo de los países en desarrollo más los mercados emergentes tienen que pagar alrededor de 1,6 billones de dólares de deuda en 2020 (de los cuales 415 mil millones de dólares tienen que pagarlos países con ingresos bajos y medio-bajos), a pesar de que sus ingresos exteriores han colapsado, es más que probable que muchos países se vean forzados a suspender pagos.
Las estrategias de contención del Covid-19 han ocasionado también cierres de empresas en muchos, si no en la mayoría, de los países en desarrollo, con fuerte incremento de la desigualdad interna como consecuencia. Los impactos materiales más devastadores los sufren ya lxs trabajadorxs informales, que se enfrentan al sombrío panorama de probable perdida del modo de vida, desde la reducción de ingresos de lxs autónomxs hasta la pérdida del empleo en lxs trabajadorxs a sueldo. Es de temer que éstos se encuentren mucho peor en los meses futuros. Aun así, muy pocos gobiernos, excepto en unos pocos países, han adoptado medidas apropiadas para afrontar estos efectos, y están por lo tanto dejando actuar a fuerzas que podrían ser incluso más devastadoras para la gente pobre de todo el planeta. En el peor de los casos, esto podría ocasionar que murieran más personas por hambre y por la incapacidad de afrontar otros problemas que por el virus. La proporción de trabajadorxs que podrían sufrir directa e inmediatamente el cierre de empresas es enorme. Globalmente, más del 60 por ciento de todo el empleo es informal, y la mayor proporción corresponde a empresas que rara vez, o nunca, reciben subsidios o protección gubernamental incluso en tiempos de crisis. En los países en desarrollo la proporción es aún más alta—70 por ciento— y así dos de cada tres trabajadorxs son informales y no disfrutan de protección social o es tan reducida que no les permite aguantar sin ingresos el paro forzoso.
Tal colapso de los ingresos y el empleo tiene serias repercusiones temporales en términos de efectos multiplicadores negativos sobre la demanda agregada, por lo que el problema persistirá mucho después del levantamiento del cierre de empresas. Al mismo tiempo, el cierre afecta también a los suministros y disloca tanto la producción como la distribución. Por tanto, la cadena de suministros necesitará tiempo para recuperarse si es que lo hace. Esto a su vez significa que la mayoría de los países en desarrollo no pueden esperar una mejoría significativa a corto plazo en sus expectativas económicas. Más aún, mientras que la crisis ha permitido que varios gobiernos de países desarrollados descubran que monetizar los déficits no tienen por qué causar inflación, en los países en desarrollo las restricciones fiscales se refuerzan con condicionantes externos. En otras palabras, el margen fiscal es mucho más estrecho aunque puedan imprimir sin cortapisas su propia moneda.
Esto significa de hecho que para evitar que esta situación extraordinaria no desencadene la mayor depresión económica mundial hasta ahora conocida, son necesarias medidas extraordinarias tanto nacionales como internacionales. Para tomarlas se necesitan líderes nacionales con visión de la situación y dispuestos a cooperar, pero por desgracia estas dos condiciones no se dan de momento. Si esta circunstancia surgiera, existen varias medidas que deberían tomarse de inmediato para resucitar la economía global y lidiar con los problemas de salud pública que la pandemia ha puesto de manifiesto. Si tienen éxito y evitan el colapso, será necesario tomar medidas mucho más drásticas que reorienten la actividad económica para que sea más sostenible y ecológicamente equilibrada, al tiempo que se reduce la profunda desigualdad económica mundial y se cambia la arquitectura financiera para lograr resultados más justos y equitativos. Como el asunto es tan urgente, no podemos permitirnos el lujo de construir asociaciones u organizaciones alternativas para hacer frente a estos desafíos globales. Por ello, a pesar de muchas dudas razonables con respeto a su funcionamiento, tenemos que conformarnos con las instituciones internacionales existente, y encontrar la manera de adaptarlas para hacer frente a la magnitud del desafío. Esto es sin duda un problema ya que las organizaciones económicas multilaterales (el FMI, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio) han dado hasta ahora pocos motivos para esperar que sean prudentes o estén menos influidas por los grandes poderes. No se pueden repetir los errores cometidos después de la crisis de 2008, al rescatar a los grandes actores del capitalismo global sin imponerles condiciones que les indujeran a ser más responsables y comprometidos con la sociedad.
Por fortuna, incluso con la arquitectura financiera actual son posibles algunas medidas requeridas con urgencia. La primera es la emisión inmediata de Derechos Especiales de Giro (DEG) por al FMI. Los DEGS son activos complementarios de reserva (compuestos por una cesta ponderada de cinco monedas principales) para reforzar las reservas oficiales de divisas de los países. Son cruciales porque crean liquidez adicional sin coste y se adjudican en proporción a la cuota de cada país en el FMI, por eso no pueden ser discrecionales y no están sujetos a otra clase de condicionalidad o presiones políticas. (Es verdad que no hace mucho tiempo el FMI se contradijo al no permitir al gobierno de Venezuela disponer de su cuota, pero tal uso político descarado de los DEG no está permitido por sus estatutos y debería ser condenado y desautorizado. Al menos entre 1 y 2 billones de DEG tienen que emitirse y distribuirse). Lo específico de la emisión de DEG es que se distribuye entre todos los países miembros sin condiciones, y no se formaliza como crédito con pago de interés.
Esto contribuirá con fuerza a garantizar que las transacciones de la economía global internacional aumenten una vez levantados los cierres de empresas y que los países en desarrollo, en particular, sean capaces de participar en el comercio internacional. Es mucho menos probable que las economías desarrolladas con reservas de divisas necesiten utilizarlas, pero pueden ser un salvavidas para los mercados emergentes y los países en desarrollo al proporcionar recursos adicionales para combatir la pandemia y los desastres económicos. De momento, los contratos de permuta (swap) negociados por la Reserva Federal de Estados Unidos cumplen la función de estabilizadores en las transacciones económicas globales. Pero este instrumento es mucho menos apropiado que la emisión de DEG (el principal instrumento empleado para combatir la crisis financiera de 2008), ya que no se basa en aun acuerdo multilateral sino en la decisión unilateral de la Reserva Federal, sujeta a los intereses estratégicos nacionales y que refuerza los desequilibrios mundiales de poder, todo ello en una situación en la que Estados Unidos ha mostrado su ineptitud para ejercer de líder mundial.
El FMI siempre ha tenido la capacidad de crear DEG pero la ha utilizado muy poco como instrumento para incrementar la liquidez global. Hasta ahora, solo 204 mil millones de DEG se han emitido y distribuido (alrededor de 281 mil millones de dólares). De este importe, 176 mil millones fueron adjudicados en 2009 para ayudar a países afectados por las consecuencias de la crisis financiera global. Estas cantidades son diminutas en relación con las transacciones globales: en 2018 solo el comercio mundial alcanzó alrededor de 19,5 billones de dólares, mientras que los flujos brutos de capital multiplican por mucho dicha cifra. La renuencia a incrementar la emisión de DEG se ha sustentado a menudo en el miedo a alimentar la inflación. Pero la economía mundial ha soportado más de una década con el mayor aumento hasta ahora de la liquidez motivado por la “flexibilización cuantitativa” practicada por la Reserva Federal, y las economías avanzadas están combatiendo todavía la deflación, que no la inflación, a causa de la depresión generalizada de la demanda. Por la misma razón, el aumento masivo de los DEG ahora no conduciría a la inflación mundial. En todo caso, la ruptura de la cadena de suministros podría conducir a una escasez de suministros específicos y, por lo tanto, impulsar la inflación de los costes. Si algunos de los recursos proporcionados por la emisión de DEG pueden contribuir a contrarrestar los cuellos de botella de los suministros, esto tampoco sería un problema. De hecho, si la aparición de los cuellos de botella está ligada a los cierres de empresas, el gasto directo público para reducir o eliminar estas carencias, especialmente productos de consumo masivo e inversiones necesarias, es obligado.
La segunda prioridad internacional urgente es lidiar con los problemas de la deuda externa. Debería negociarse de inmediato una moratoria o paralización de todas las amortizaciones de la deuda (tanto del principal como del interés) durante al menos tres meses, para facilitar a los países hacer frente a la propagación de la enfermedad y a los efectos del cierre de empresas. Esta moratoria debería garantizar también la exención de intereses durante el mencionado período. Algunos países (como Argentina) han decretado una moratoria unilateral para la parte de su deuda externa sujeta a la ley nacional. Aplicar este proceder a toda la deuda exterior—y por otros países que también pueden hacerlo— necesitaría coordinación internacional. Algunxs economistas y financierxs senior (entre ellos el anterior jefe del Credit Suisse) han sugerido una moratoria de dos años para la amortización de la deuda de Africa. Pude argumentarse que esto es admitir la realidad sin más, ya que muy pocos países en desarrollo están en condiciones de atender el servicio de su deuda a causa de la paralización efectiva de los ingresos de divisas. En cualquier caso, si todo lo demás está en suspenso en la economía mundial hoy en día, ¿por qué el pago de las deudas debería tener un trato diferente? Por lógica, también debería suspenderse.
Esto es solo una medida temporal, mientras descarga la tormenta. Con el tiempo será necesaria una restructuración sustancial de la deuda. En la estela de un cese tan extenso de la producción y el comercio, muy pocxs prestatarixs estarán en situación de pagar todas sus deudas. Existe el riesgo de aplicar este proceder indulgente a las grandes corporaciones, pero no a lxs deudorxs soberanxs: es del todo crucial conceder un alivio sustancial de la deuda, sobre todo a los países con ingresos bajos y medios. Una vez más, mientras que algunos países pueden tratar de no pagar las deudas externas a causa de las circunstancias extraordinarias, hacerlo tiene costes para un país en solitario, y la coordinación internacional es indispensable para minimizar estos costes.
La tercera norma política necesaria con urgencia en muchos países, sobre todo en mercados emergentes que han sufrido dramáticos retrocesos en los flujos de capital, es la imposición de controles al capital para detener la hemorragia. Esta medida permite reducir el crecimiento de los flujos de salida, reducir la falta de liquidez impulsada por las ventas en los mercados emergentes, y detener el declive de las cotizaciones de las divisas y de los precios de los activos. De lo contrario, además del declive en los ingresos por exportaciones, las salidas de capital causarán tal derrumbe de las divisas de los países emergentes que gran parte del comercio internacional se tornará casi imposible, mientras que los mercados domésticos de existencias y de bonos podrían caer en picado, generando un aumento del sufrimiento económico doméstico. Esta evolución acelerará el declive económico, no solo en estos países sino en el comercio mundial. Puesto que es muy difícil para un país imponer los controles necesarios de capital, también aquí la cooperación (aunque sea en este caso solo de ámbito regional en) sería imprescindible.
La cuarta medida necesaria requiere un cambio de actitud sobre la sanidad pública en casi todos los países. Décadas de política neoliberal hegemónica han conducido a un drástico descenso en el gasto sanitario público, tanto en los países ricos como en los pobres. Ahora resulta más que evidente que esta estrategia, además de discriminatoria e injusta, fue estúpida: ha sido necesaria una enfermedad infecciosa para llegar a la conclusión ya sabida de que la salud de la élite depende de la salud de lxs ciudadanxs más pobres, y aquellxs que abogaban por la reducción del gasto sanitario público y la privatización de los servicios sanitarios lo hicieron a costa de su propio riesgo. Se ha puesto de manifiesto que esto también es así a escala global, por ello la patética lucha nacionalista para acceder a equipos protectores y medicinas delata la falta total de conciencia sobre la naturaleza de la bestia. Esta enfermedad no estará bajo control a menos que se haga en todas partes, así que una vez más la cooperación internacional no sólo es deseable sino absolutamente esencial.
Fallos en el tratamiento de estas urgentes cuestiones con la rapidez y coordinación necesarias pueden tener efectos devastadores. Podrían conducir incluso a más calamidades, como guerras y otros desastres, agravando la pandemia actual y la contracción económica. Solo si se comprende adecuadamente lo extremo de la situación se encontrará la política apropiada.
Para que la humanidad pueda sobrevivir y para prevenir catástrofes incluso más grandes que podrían traer el cambio climático y otras fuerzas naturales, necesitaremos seguir repensando la trayectoria de la economía global, abordar las desigualdades entre los países y dentro de ellos, lidiar con y reducir el daño ambiental ya causado. De hecho, tal proceder debe comenzar de inmediato porque estas medidas urgentes tienen que concordar con los objetivos señalados para el mediano plazo. Para ello se necesitarán muchos cambios de calado en la arquitectura global que no están contemplados en las estructuras jurídicas y cuasi-jurídicas existentes que han sustentado la globalización neoliberal, sino que pretenden transformarla en sus fundamentos.