La simpatía colectiva no se hizo esperar y muy pronto, alrededor del globo, millones de personas reconocían la ardua y casi heroica labor de doctorxs y enfermerxs, protagonistas de primera línea contra la pandemia. El agradecimiento se extendía a los no menos fundamentales trabajadorxs del transporte y la logística; procesamiento y distribución de alimentos; recolección de desechos, asistentes sociales, trabajadorxs de limpieza. En suma, todos aquellos sectores de la clase trabajadora, ignorados y atropellados durante décadas de austeridad neoliberal y retrocesión del espacio público, de pronto fueron (re)descubiertos en su calidad de indispensables.
Así, la pandemia ha desvelado otra cruda paradoja del sistema productivo capitalista: si bien los trabajos “poco cualificados” ahora son, excepcionalmente, “trabajos esenciales”, la realidad es que los empleos cruciales no son los mejor protegidos, sino los más vulnerables.
No obstante los vítores a lxs héroes (que sin duda lo son), hay un nutrido y crucial sector de la clase trabajadora, transnacional y local por igual, que tardó mucho más tiempo en merecer un mínimo de atención, y que en muchos contextos permanece invisible. Lxs asalariados de la agricultura. Esos millones de trabajadorxs en los huertos de la agroindustria a merced de cadenas globales de mercancías sumamente financializadas, que surten a plantas procesadoras y supermercados inquietos por saciar a sus ávidos consumidores.
Jornalerxs, bracerxs y trabajadorxs por contrato, pendulares y colonxs asentadxs adultxs, adolescentes y demasiados niñxs. Para ellxs, incluso las medidas más básicas para prevenir contagios de COVID-19 resultan casi imposibles. Quedarse en casa es sinónimo de pasar todo el día en los galerones hacinados donde muchxs viven durante las temporadas de trabajo. Acudir al médico implicaría tener acceso a uno, es decir, seguridad social, contrato de trabajo estable y, en muchos casos, estatus migratorio definido.
En un mundo que no deja de romantizar la agricultura campesina y familiar —y que tampoco está dispuesto a renunciar a sus frutas y verduras perennes y omnipresentes, sujetas a minuciosos controles de calidad— es relativamente sencillo pasar por alto el trabajo de lxs obrerxs agrícolas y, por lo tanto, su vulnerabilidad ante el virus, por no hablar de su mera existencia. Como dice Abel Barrera, director de la organización mexicana de derechos humanos Tlachinollan, “sin tierras en su propia tierra, [lxs asalariadxs agrícolas] salen al azar a los campos agrícolas del noroeste de México y se dispersan hasta volverse invisibles.”
Muchas industrias manufactureras han mantenido sus cadenas de producción activas a pesar de no ser consideradas esenciales, y tantas voces han criticado correctamente la irresponsabilidad de lxs patronxs. Sin embargo, el silencio ha pesado más que la crítica en cuanto a la agricultura se refiere. Mucho se ha discutido en los últimos meses acerca del futuro del sistema alimentario global, las cadenas de producción y consumo, y la manera en que gobiernos, corporaciones y consumidorxs deberán transformarlas. Poco se ha dicho, y menos todavía se ha hecho, para garantizar la salud y la dignidad de quienes hacen posible dicho sistema alimentario: lxs trabajadorxs del campo.
La pandemia no ha hecho más que evidenciar problemas de largo aliento. En México, una de las primeras decisiones del gobierno de MORENA respecto a la agricultura en 2019 fue eliminar de un plumazo el PAJA (Programa de Apoyo a Trabajadores Jornaleros Agrícolas), la única política pública que atendía a lxs trabajadorxs rurales migrantes, confirmando la continuidad de un modelo basado en una creciente agricultura de exportación y una mano de obra sobreexplotada. En lo que parece más una tibia caricatura del cardenismo posrevolucionario que una propuesta izquierdista en favor de lxs trabajadorxs, el gobierno federal reinstauró precios de garantía para pequeñxs campesinxs productorxs de cultivos básicos como parte de un plan para alcanzar la soberanía alimentaria. Recientemente, el programa se extendió a productores medianos para paliar las dificultades económicas ligadas a la pandemia. Lxs grandes ausentes de los programas de apoyo al campo en tiempos de pandemia son los más de 4 millones de asalariadxs agrícolas del país. Muchxs perderán sus puestos en la medida en que se reduzca el flujo comercial de frutas y verduras hacia el extranjero.
La caprichosa estacionalidad de la agricultura quiso que la pandemia golpeara en mal momento a los países europeos. De no haber sido por Covid-19, centenas de miles de trabajadorxs del este europeo habrían viajado hacia el oeste entre marzo y abril para cosechar espárragos, fresas, moras y tantas otras indispensables frutas y verduras. Alemania emplea cerca de 300.000 trabajadorxs temporales y Francia 200.000. Por su parte, empresarixs agrícolas británicxs imploraron inmediatamente a su gobierno y al rumano que permitieran el tráfico de decenas de vuelos charters para transportar a lxs trabajadorxs, a riesgo de ver toneladas de comida pudrirse en los campos. No importa que Rumania haya sido hasta ahora un ejemplo de prevención y mitigación de la pandemia (y el Reino Unido todo lo contrario), o que miles de trabajadorxs esenciales deban viajar, saturando los aeropuertos. Tampoco importa que, a su regreso, puedan representar un riesgo mayor y una carga adicional para el sistema sanitario rumano (quien tendrá que cubrir los costos). Lo único que cuenta es que mano de obra barata realice la cosecha.
En la zona jitomatera de Florida, reputada por sus históricas luchas obreras, el trabajo agrícola no cesa. Las condiciones higiénicas son deplorables y el acceso a clínicas y hospitales es el peor del estado en términos geográficos, sin hablar de los obstáculos económicos. A pesar de este y otros ejemplos, sigue siendo muy difícil poner en alto la voz de lxs asalariadxs agrícolas alrededor del mundo.
Sin un sistema que articule democráticamente la solidaridad entre lxs individuxs con la planeación de las necesidades sociales, difícilmente superaremos las contradicciones del modelo actual, donde el trabajo precarizado de cientos de millones compensa el sobreconsumo de la minoría, especialmente en cuanto al elemento central de nuestras vidas se refiere: la alimentación. La pandemia de Covid-19 no cambiará por sí sola las relaciones sociales sobre las que se basan ésta y otras contradicciones. Pero sí puede ayudar a que caigan varios velos y se bosquejen horizontes de solidaridad y lucha entre trabajadorxs agrícolas geográficamente divididxs, pero estrechamente ligadxs a las cadenas globales de producción y consumo de alimentos. La agricultura y el sistema alimentario global son, sin duda, el espacio donde estas luchas son las más urgentes.
Foto: Linnaea Mallette