Aunque resulte muy difícil pronosticar cómo será el mundo post-Covid-19, parece haber consenso entre lxs principales analistas en que se producirán profundos cambios en el orden que vió la luz tras la Segunda Guerra Mundial y en las importantes transformaciones geopolíticas —menos estables de lo que se suponía— que se dieron con la caída del “socialismo verdadero” y a la disolución de la Unión Soviética.
Uno de los cambios más predecibles, sobre el que no parece haber mucho desacuerdo (al margen de los juicios de valor al respecto), es el adelantamiento de los Estados Unidos por China como la mayor economía del planeta. Este adelantamiento ya se ha producido en términos de poder adquisitivo, un criterio utilizado a menudo por instituciones financieras internacionales como el Fondo Monetario y el Banco Mundial, para depurar las fluctuaciones cambiarias a la hora de medir el peso económico de cada país. En unos pocos años más es probable que la economía china supere a la estadounidense en términos de PIB medido en precios de mercado.
Cabe señalar que el auge económico de China, como suele ocurrir, se refleja en el plano político y, en menor medida —pero de manera perceptible— en el terreno militar-estratégico. Incluso lxs pensadores occidentales, en particular lxs estadounidenses, señalan el crecimiento del llamado “poder blando” (soft power) de China, en contraste con la pérdida de atractivo de los Estados Unidos. Investigaciones recientes realizadas durante la pandemia han puesto de manifiesto esa pérdida de popularidad de la autodenominada “tierra de la libertad” en el imaginario de los países europeos, sobre todo en Alemania; y en los últimos años hemos sido también testigos de un incremento del atractivo de China gracias a programas como “La Franja y La Ruta”, también llamado “Nueva Ruta de la Seda”, que han llevado a lxs líderes de los países asiáticos a varias naciones desarrolladas. El atractivo de China, a pesar de las continuas reticencias de su régimen político, tenderá a acentuarse a corto y medio plazo por la percepción de que —mejor o peor— el país fue capaz de contener el virus, por su activismo diplomático en acciones de cooperación relacionadas con la pandemia, y por su mayor disponibilidad para realizar inversiones en otras zonas del mundo. Al mismo tiempo, la actitud de indiferencia o incluso de hostilidad de Donald Trump hacia otros países dará lugar, como señaló Joseph Nye (creador del concepto), entre otros, a un declive aún más pronunciado del “poder blando” estadounidense.
Una de las grandes incógnitas, que se aclarará en los próximos meses, es precisamente hacia dónde se dirige la política exterior de EE.UU. Obviamente, los intereses estructurales de los Estados Unidos seguirán siendo los mismos, empezando por el capital financiero, las grandes empresas de tecnología y las consideraciones estratégico-militares, aunque los intercambios internos derivados de la pandemia y la creciente agitación de la población afroamericana puedan modular sustancialmente la forma en que esos intereses se presentarán y defenderán en todo el mundo. En esencia, se trata de saber, a la hora de elegir entre Joe Biden y Trump, si Washington mantendrá una actitud de defensa agresiva de sus intereses económicos y estratégicos sin tener en cuenta otras posiciones o sensibilidades; o si, como ha ocurrido en gran medida desde la Segunda Guerra Mundial, tratará de modular su acción para evitar conflictos arriesgados y enfrentamientos innecesarios. Tendremos respuesta a esta pregunta en los primeros días de noviembre.
Esta confrontación EE.UU.-China podría indicar que el mundo pasará de la unipolaridad que sucedió a la Guerra Fría, que ya se había ido desvaneciendo en las dos últimas décadas, a una nueva bipolaridad (algunxs analistas hablan de una “nueva Guerra Fría”). No hay que subestimar el potencial de conflicto y rivalidad entre las dos economías más grandes del mundo. Un respetado analista político que ha ocupado importantes cargos en la administración de los Estados Unidos, Graham Allison, acuñó la expresión “Trampa de Tucídides”, relativa al riesgo (o la práctica certeza) de confrontación o guerra cuando una potencia emergente sorprende o amenaza la supremacía de otra potencia hasta entonces dominante. Esto fue lo que pasó entre Atenas y Esparta en la Guerra del Peloponeso, cinco siglos antes de nuestra era.
Pero esto no será necesariamente así. En primer lugar, desde un punto de vista militar-estratégico, no se puede descartar a Rusia, cuyo potencial de armamento moderno altamente destructivo ha sido continuamente actualizado y mejorado; desde cohetes hipersónicos hasta torpedos de gran alcance con capacidad nuclear. Además, Rusia posee un vasto territorio, que va desde el corazón de Europa hasta las estepas árticas de un Lejano Oriente rico en recursos naturales, empezando por el petróleo y el gas, cuyo papel en la economía mundial no necesita ningún comentario. Por no mencionar el hecho de que, tras el período de “resaca yeltsiana” que sucedió a la disolución de la URSS, Moscú demostró de nuevo una gran firmeza en la escena internacional, ilustrada, entre otras cosas, por sus acciones en Crimea y Siria. Así, desde un punto de vista estratégico-militar, pero con evidente impacto político, sería quizás más correcto, en lugar de la bipolaridad, hablar, como mencioné antes, de un “trípode” en el que tres superpotencias buscarían un equilibrio variable.
Hoy en día, este equilibrio tiende a manifestarse mediante una alianza “euroasiática” entre Moscú y Pekín, frente a un gobierno estadounidense deliberadamente agresivo y muy imprevisible, como se ha demostrado en los conflictos de Siria y Afganistán y, en cierta medida, en su relación con Corea del Norte. Pero la estabilidad de esta alianza está lejos de ser permanente. Nada descarta la posibilidad de que, como en el pasado (¿quién no recuerda el conflicto chino-soviético de los años 60 y 70?), se produzcan choques de intereses entre las dos grandes potencias del continente euroasiático de los que, llegado el momento, pueda beneficiarse Washington. Una frontera común muy larga puede dar lugar a importantes acciones de cooperación, pero a menudo también es una fuente de fricción. Este no es el escenario más probable por el momento, dada la gran dependencia de Rusia de la inversión y el apoyo económico chino, pero no hay que descartarlo en un escenario a largo plazo.
Este “trípode estratégico” no agota el marco de actores que conformarán el nuevo orden mundial post-virus, sin embargo. En un mundo reconstruido, la Unión Europea seguirá teniendo un peso relevante. Las decisiones recientes parecen indicar una voluntad renovada de sus miembros más importantes, en particular la Alemania de Angela Merkel y la Francia de Emmanuel Macron, de fortalecer la Unión, especialmente en lo que refiere a una nueva comprensión del papel de las instituciones europeas en materia de política fiscal. Además de los préstamos, los gobiernos europeos han acordado importantes incentivos directos, en forma de subvenciones, para impulsar la reconstrucción después de la pandemia. Obviamente, debemos esperar aún para ver cómo estas buenas intenciones anunciadas por la Comisión Europea se traducen en proyectos concretos en beneficio de las economías más afectadas por la crisis. En un sistema multipolar, en el que será necesario contrarrestar el ejercicio bruto del poder con actitudes de auténtica cooperación, no debe subestimarse la capacidad de iniciativa y negociación de la Unión Europea. Paradójicamente, a medio plazo, el Brexit, que siempre se ha señalado como un síntoma de debilidad, puede haber contribuido a reforzar el eje París-Berlín, con ramificaciones, sobre todo, en el sur de Europa. Por supuesto, la unidad europea seguirá enfrentándose a grandes desafíos, entre ellos la tendencia autocrática de algunos países de la antigua órbita soviética, que amenaza con debilitar la imagen democrática que el viejo continente desea proyectar. En cualquier caso, en las principales negociaciones sobre cuestiones globales como el clima, la inmigración, el comercio y los derechos humanos, Europa tenderá a actuar de manera coordinada. En un mundo de grandes bloques (los Estados Unidos, China y Rusia son bloques en sí mismos), la Unión Europea hará sentir su influencia.
Esto nos lleva, finalmente, a la pregunta: ¿cuál es el lugar de América Latina y el Caribe y, en particular, de Brasil en la construcción del Nuevo Orden? Una opción para los países de la región sería actuar de forma aislada, tratando cada uno de ellos de sacar el máximo número de ventajas individuales mediante alianzas preferenciales con algunos de los principales polos estratégicos. Esta opción por la “subalternidad”, que de hecho ha sido practicada ya por algunos gobiernos, nos dejará rehenes de los intereses de una de las grandes potencias responsables del equilibrio mundial. Siempre que el interés de un país o de la región choque con el poder hegemónico, este o aquel poder tendrá que ceder. En cuanto a los valores, se dejarán de lado ideas como la solidaridad, la cooperación y el diálogo pacífico en favor del “destino manifiesto” del país líder. Parecería más lógico, en la nueva “multipolaridad” (aunque con trazas de bipolaridad) que se avecina, que las naciones de América Latina y el Caribe actúen lo más unidas posible, ya que como países en desarrollo, deben seguir preparándose para los grandes retos económicos y tecnológicos del futuro.
Por supuesto, se hace hasta difícil imaginar hoy día, con gobiernos tan dispares y con el mayor de los países de la región adoptando una política de sumisión explícita, que se pueda producir un escenario de mayor independencia. Pero es fundamental que mantengamos claridad al respecto, para poder implementar una verdadera política de integración y cooperación latinoamericana y caribeña (si es necesario, en nuestro caso, precedida de una mayor integración sudamericana), cuando las condiciones lo permitan.
Este sueño de una unidad sur/latinoamericana (y del Caribe), para ser efectivo, no puede prescindir de asociaciones con otros grupos de países en desarrollo. A pesar de su diversidad de situaciones y de inclinaciones políticas, África ha sabido mantenerse unida en las principales cuestiones mundiales, desde el cambio climático hasta el acceso a las vacunas, desde la oposición a las sanciones económicas hasta la promoción del multilateralismo. La cooperación con África, en el caso del Brasil una obligación histórica y cultural, es esencial para satisfacer los intereses de las naciones en desarrollo, como se ha puesto de manifiesto en más de una ocasión en los debates sobre medio ambiente, comercio o salud mundial. Algo similar ocurrirá con los países en desarrollo de Asia (además de China, que, en sentido estricto, no puede considerarse “en desarrollo”), comenzando por la India, cuya economía, medida por el poder adquisitivo, está entre las cinco más grandes del mundo. Hasta qué punto estas naciones lograrán una posición independiente sin caer en la subordinación o, por el contrario, en la hostilidad hacia China, es algo que tendrá que ser observado y sobre lo que no nos es posible hacer predicciones claras.
Cabe señalar aquí que la visión estratégica que prevalece hoy en Washington ya está tratando de subvertir la eficacia de este “arreglo multipolar”. En mitad de la pandemia y bajo el liderazgo del Secretario de Estado de los EE.UU., lxs ministrxs de asuntos exteriores de siete países se reunieron por vía virtual. Además de los EE.UU., según noticiarios indios, estuvieron presentes lxs ministrxs de relaciones exteriores de Brasil, Israel, India, Australia, Japón y Corea del Sur. Este grupo, aparentemente heterogéneo, tiene un rasgo común: ya sea por razones ideológicas o por intereses y rivalidades regionales, se les considera aliados potenciales en una hipotética política de confrontación con China. Curiosamente, entre ellos no encontramos ningún país de Europa, cuyos gobernantes se han venido mostrando bastante pragmáticxs respecto a Pekín. Aunque sería prematuro valorar la estabilidad de esta configuración, sí pone de manifiesto cómo el actual gobierno estadounidense prevé un eventual régimen de corte anti-chino, uno, por cierto, totalmente contrario a nuestros intereses como país y como región. Grupos como los Brics y los Ibas (India, Brasil, Sudáfrica), de los que Brasil forma parte, pueden y deben actuar para diluir esta visión de confrontación.
Sería muy simplista no considerar, en previsión de lo que podría ser un nuevo orden mundial, los cambios que se producirán en los países o transversalmente en ellos. Las impresionantes manifestaciones antirracistas que se han extendido desde los Estados Unidos al mundo, con fuertes connotaciones de prácticas colonialistas aún presentes en las políticas migratorias de los países europeos, exigirán reformas impresionantes, que se sumarán a otras ya exigidas por la pandemia, como mejores servicios de salud o la ampliación de la esfera pública en cuestiones sociales y culturales. Por otra parte, el agotamiento del neoliberalismo, que ha provocado protestas masivas en países como Chile, Colombia y Ecuador; tenderá a extenderse por toda la región tras la recesión y la llegada del desempleo, en la medida en que las políticas de austeridad miopes no den paso a la inversión pública y a una mayor participación directa del Estado. No puede descartarse que, en algunos países de instituciones frágiles o poco sólidas se produzcan grandes convulsiones sociales, que podrían, o bien apuntar hacia una verdadera democratización de la sociedad, o bien —hay que reconocerlo— despertar anhelos de seguridad y orden con connotaciones fascistas, más allá de las tendencias ya presentes en países como Brasil y Bolivia. Tales transformaciones internas, cuya dirección dependerá, en parte, de la capacidad de articulación de las fuerzas progresistas, no pueden ser ignoradas en el diseño del futuro orden internacional.
En definitiva, en los meses y años venideros los cambios internos y los propios del marco geopolítico mundial interactuarán para que un nuevo orden sustituya al actual. Esto debería tener lugar, en diversos grados, en instituciones oficiales, como las Naciones Unidas, y en instituciones oficiosas, como las diversas "cumbres G", en las que se debaten cuestiones mundiales y se teje un consenso que luego guiará decisiones nacionales e internacionales. Cuestiones como el clima, la pandemia y el empleo estarán en el centro de estos debates. El que se produzcan desde una perspectiva de solidaridad y cooperación o de egoísmo y conflicto dependerá de las formulaciones que puedan hacer los Estados nacionales y los grupos transnacionales, incluida la sociedad civil. Como siempre, la historia sólo plantea los problemas. Depende de los seres humanos, debidamente conectados, resolverlos.
Celso Amorim es el más antiguo Ministro de Relaciones Exteriores de Brasil a la fecha (1993-1994 y 2003-2010). También sirvió como Ministro de Defensa (2011-2014). Amorim permanece activo en la vida académica y como figura pública, habiendo escrito una serie de libros y artículos en materias que van desde la política exterior hasta la cultura.