Se están perdiendo miles de vidas al día en todos los rincones del mundo. Las economías, que apenas se habían recuperado de la crisis financiera de la última década, están atravesando la caída más grave desde la Gran Depresión de los años treinta.
Los sistemas políticos están bajo presión, ya que lxs líderes autoritarixs populistas tratan de utilizar la situación de inseguridad provocada por la pandemia para aumentar su poder personal, debilitando así las ya frágiles democracias. Algunxs de ellxs, desde Donald Trump hasta Jair Bolsonaro, en diferentes grados y momentos, han adoptado una actitud de negación, ignorando las recomendaciones de lxs científicxs y especialistas en salud.
Con este panorama espantoso como telón de fondo, la cooperación internacional ha sufrido severos golpes. El comportamiento egoísta de algunxs líderes está impidiendo que lxs más necesitadxs tengan acceso a productos esenciales para hacer frente a la pandemia. Actos de piratería pura están siendo perpetrados por lxs más poderosxs. Al mismo tiempo, las organizaciones multilaterales, como la OMS, están siendo privadas de recursos bajo falsas acusaciones de parcialidad política. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, el órgano internacional más poderoso, es incapaz de tomar decisión alguna, ni siquiera una recomendación mínimamente significativa, en relación a esta tragedia. Los organismos informales, como el G20, no son capaces de superar las diferencias entre sus miembros y no logran aprobar un plan de acción para hacer frente a la crisis.
Todo esto ocurre mientras se ignoran los llamados del Secretario General de las Naciones Unidas y de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos—de los que hizo eco, entre otros, el Papa Francisco—para que se suspendan las sanciones unilaterales de modo que las naciones objeto de las mismas, como Irán, Cuba y Venezuela, puedan tener acceso a recursos para adquirir material médico esencial y recibir asistencia humanitaria. El multilateralismo está siendo descaradamente abandonando.
Mirando hacia adelante —y suponiendo que la pesadilla actual finalmente se disipará, aunque sólo después de inmensas pérdidas humanas, en términos de vidas y bienestar— la frase que se escucha (o lee) a menudo en relación con las secuelas de la pandemia es: "el mundo nunca será igual". Y, en efecto, es de esperar que la humanidad aprenda las lecciones de esta inesperada embestida de una entidad microscópica que sigue trayendo muerte y miseria, especialmente a aquellxs que están en los estratos más bajos de nuestras sociedades desiguales.
La pandemia ha sacudido los fundamentos de nuestra forma de vida y, junto con ella, del orden internacional. Parece haber un consenso casi universal de que el sistema mundial tendrá que ser reconstruido de manera fundamental. La pregunta es "¿cómo?"
Para muchxs analistas, estamos entrando en una especie de "nueva guerra fría" —o algo aún peor— como resultado de la llamada "Trampa de Tucídides", una expresión creada por el diplomático convertido en académico, Graham Allison, para indicar el potencial de conflicto que supone el surgimiento de una nueva superpotencia en desafío a la anteriormente dominante.
Según esta perspectiva, el "adelantamiento" a los Estados Unidos por parte de China, proceso que parecía inevitable incluso antes de la pandemia, se acelerará, generando una gran inestabilidad. Al mismo tiempo, muchos gobiernos y los pueblos que representan, precavidos ante una globalización desenfrenada basada en la búsqueda grosera de beneficios —en particular por parte del capital financiero— se verán tentados a caer en una especie de aislamiento, escépticos en cuanto al valor de la cooperación internacional.
La humanidad podría entrar en una nueva era de "guerra de todxs contra todxs", con enormes riesgos para la seguridad y la prosperidad de la humanidad. Un mundo ya extremadamente desigual se volverá aún más injusto, produciendo todo tipo de conflictos y convulsiones sociales. En semejante contexto, el recurso unilateral a la fuerza armada puede hacerse aún más frecuente, erosionando aún más el diálogo y la cooperación pacífica.
No necesariamente tiene que ser así. Tanto las naciones como lxs individuos pueden llegar a estar menos dominadxs por el orgullo y pueden llegar a comprender la necesidad de solidaridad y humildad para hacer frente a los desafíos que plantean la naturaleza y las acciones (o la inacción) de los propios seres humanos. No es imposible —de hecho, es imprescindible— que cierto número de Estados o entidades supranacionales, como una renacida Unión Europea y las instituciones de integración de los países en desarrollo de América Latina, África y Asia (que tendrán que reforzarse o reconstruirse), busquen alianzas y asociaciones de manera que contribuyan a la creación de un mundo multipolar, libre de la hegemonía unilateral y del estéril enfrentamiento bipolar.
Dichas alianzas, basadas en la "geometría variable", permitirían una verdadera refundación del orden multilateral, basada en los principios del verdadero multilateralismo, en la que la cooperación internacional realmente pueda prosperar. En un escenario como éste, China, Estados Unidos y Rusia pueden llegar a ser convencidos de que el diálogo y la cooperación son más beneficiosos que la guerra (fría u otra).
Sin embargo, esto sólo ocurrirá a medida que los países, especialmente aquellos con condiciones naturales para ejercer un liderazgo no hegemónico, encuentren formas de democratizar sus propios sistemas políticos, haciéndose más receptivos a las necesidades de sus pueblos, especialmente de sus sectores más vulnerables. La justicia social y el gobierno democrático tendrán que ir de la mano.
Puede parecer utópico pensar en estos términos en un momento tan sombrío de la historia, en el que la propia civilización parece estar en peligro. Pero, para quienes creemos en la capacidad humana de encontrar respuestas creativas a todo tipo de desafíos inesperados, sonar utópico no debería ser un impedimento para la acción común. Ni tampoco debería hacernos caer en la desesperación.