Los grandes medios italianos y europeos han tratado de rebajar el alcance de esta escalofriante jornada electoral retorciendo el lenguaje y tirando de eufemismos. Algunos definen la unión de Meloni con la xenófoba Liga del Norte y el machismo-putinismo de Berlusconi como “el bloque de centro derecha”, “la coalición de las derechas” o la “alianza conservadora”, mientras otros, estirando el chicle por el qué dirán, hablan de “triunfo de la ultraderecha”.
En realidad, estamos ante una victoria arrasadora, en la tercera economía de la Unión Europea, de una coalición liderada por una formación de inspiración fascista –tanto, que mantiene la llama de la tumba de Mussolini en su logo. No es solo la ultraderecha: es el fascismo eterno teorizado por Umberto Eco que regresa al poder, disfrazado con otros ropajes y apariencias. Mujer, joven, de barrio humilde y aliada de la internacional posfascista (estadounidense, polaca, húngara, francesa, española). Y por supuesto, apoyada sin rubor por los antaño antifascistas medios y partidos democristianos o conservadores.
La indiscutible victoria de Meloni, que pasa del 4,4 por ciento de los votos en 2018 al 26,2 por ciento en 2022, supone por tanto la definitiva normalización de los partidos neofascistas en el corazón de Europa. Ya no se trata de la lejana Hungría o de la ultracatólica Polonia. Italia es un país fundador de la Unión Europea, y el triunfo de Fratelli d’Italia es, en su sentido más profundo, un fracaso estrepitoso del proyecto europeo y un retroceso muy serio en su vieja promesa de democracias avanzadas, derechos humanos para todxs, cultura e inclusión social. Esta premisa fundacional fue abortada en parte por la nefasta gestión alemana de la crisis de 2008, que decidió castigar a la ciudadanía por los desmanes del sector financiero y humillar a Syriza en Grecia, abonando así la expansión de las extremas derechas en todo el continente. De aquellos polvos, estos lodos.
La abstención, del 36 por ciento, la más alta desde que Italia dejó atrás la Guerra Mundial con su Constitución antifascista, nos recuerda además que el neofascismo, como ya pasó con el fascismo hace un siglo, siempre se beneficia de tres factores muy relacionados entre sí: el blanqueamiento de su ideario antidemocrático por parte de los grandes medios y sus dueños; el hartazgo y la desafección de un electorado que solo se siente llamado a participar en la cosa pública eligiendo una papeleta cada cuatro años; y el abandono por parte de la socialdemocracia de las políticas redistributivas y de su antigua vocación de justicia social para abrazar sin ambages el dogma del capitalismo sádico.
La moderación fingida por Meloni en su discurso de aceptación de la victoria no debe engañar a nadie. Como se vio en el acto electoral de Vox en Andalucía, se trata de una exaltada en toda regla, y su proyecto implica peligros indudables para las minorías. Su plan consiste en socavar los derechos de las mujeres, los colectivos LGTBI, lxs inmigrantes y lxs más pobres para favorecer a las grandes empresas, la Iglesia más reaccionaria y otras fuerzas que quieren menos democracia y no más. Su triunfo es una noticia pésima pero en el fondo es lógica. La dinámica de la guerra está acelerando la involución de Europa, e Italia siempre ha sido, para bien y para mal, el laboratorio político más precoz. Tras el ventenio berlusconiano y casi una década de tecnocracia falsamente socialdemócrata, los neofascistas, una vez reconocen a la OTAN y la austeridad, son buenos candidatos para administrar la nueva excepcionalidad. Así, Italia se precipita hacia un gobierno de tintes autoritarios que será perno principal de un estrambótico Eje Neopardo: Roma-Budapest-Varsovia.
Aunque ya no tenga sentido llorar por la leche derramada, ¡cuánta razón tenía Nanni Moretti cuando le pedía a D’Alema que dijera “alguna cosa de izquierda”!