Nota editorial: Hace casi dos años, el 11 de abril de 2019, el dictador sudanés Omar al-Bashir fue derrocado por un golpe militar tras treinta años en el poder. Esto se produjo después de semanas de protestas callejeras sostenidas, plantones y otras formas de desobediencia civil por parte del pueblo sudanés. El Consejo Militar de Transición (TMC) que sustituyó a al-Bashir incluía altos mandos del antiguo régimen y se resistió a las demandas por un gobierno de transición totalmente civil. Cuando grupos como la Asociación de Profesionales Sudaneses, miembro de la IP, iniciaron otro plantón frente al cuartel militar en Jartum, lxs militares respondieron asesinando y violando a cientos de personas el 11 de junio de 2019 en lo que se conoció como la "Masacre de Jartum."
En el vestíbulo del Hospital Al-Moa'lm en Jartum, vi los cadáveres y los cuerpos heridos que me rodeaban. Al otro lado de las pesadas puertas de cristal que cerramos con llave, vi los vehículos todoterreno de las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF por sus siglas en inglés) que transportaban soldados fuertemente armados y oí el sonido de las balas. Nubes de humo se elevaron sobre las tiendas de campaña en llamas, ensombreciendo los sueños de comuna y carnaval que habíamos tenido durante semanas, con la esperanza de lograr una revolución no violenta.
Me di cuenta de lo frágil que puede ser la vida y de lo que fue necesario para mantenerme con vida; para poder escribir estas líneas: la muerte de otrxs camaradas y manifestantes que impidieron que lxs atacantes asaltaran el hospital y mataran a docenas, si no a cientos más. En la mañana del lunes 3 de junio de 2019, cuando el Consejo Militar de Transición (TMC por sus siglas en inglés) que gobernaba Sudán llevó a cabo la masacre de Jartum, decenas de personas, entre las que me encontraba, apenas si encontramos refugio en el interior del hospital. Afuera, más de 150 personas fueron asesinadas, decenas fueron arrojadas al Nilo y tanto hombres como mujeres fueron violadxs. Muchxs siguen desaparecidxs al día de hoy.
El plantón había comenzado el 6 de abril en el cuartel general del ejército, unas 16 semanas después del inicio de la revolución popular contra el régimen islámico dirigido por el Teniente General Omar al Bashir. El 11 de abril, presionado por el plantón y por la intervención de oficiales superiores, Bashir dimitió. Después de que Al-Bashir dimitiera, se formó el llamado Consejo Militar de Transición con un grupo de altos mandos del antiguo régimen, encabezado por el antiguo viceministro y ministro de Defensa. Pero éste dimitió al cabo de un día debido a las continuas protestas de quienes veían en él una continuación del antiguo régimen, y exigían un gobierno completamente civil para gobernar el país hasta que pudieran celebrarse elecciones democráticas.
La noche del 2 de junio, entré en el campamento a las 10 de la noche acompañado de unxs amigxs. Nos dirigimos a nuestro lugar habitual, cerca de la Clínica de la Universidad de Jartum. A pesar de las señales de advertencia de que el TMC se estaba preparando para dispersar el plantón, el ambiente de libertad y alegre camaradería me impidió, como a muchxs otrxs, anticipar el horror que vendría después. Cerca del amanecer, me dirigí a la última barricada de la Calle Nilo, donde encontré a lxs jóvenes acurrucadxs en torno a una hoguera y cantando, con docenas de vehículos militares a escasos metros de distancia. Al volver al campamento, les aseguré a mis amigxs que era imposible un ataque. Menos de una hora después oímos disparos y fuimos testigos del caos de la gente que intentaba escapar. Una fuerza armada mixta se abalanzó desde el norte hacia el plantón. Aunque lxs testigos confirmaron que lxs primerxs en llegar a el plantón llevaban el uniforme azul de la policía, todavía se está investigando la identidad de los grupos que llevaron a cabo el ataque. La policía niega su participación.
Mientras se producía la dispersión por la fuerza, la Asociación de Profesionales Sudaneses (SPA por sus siglas en inglés), uno de los principales grupos implicados en la organización del plantón, hizo un llamado al ejército sudanés para que "cumpliera con su deber y defendiera a la ciudadanía de la milicia del TMC". Pero lxs soldadxs que custodiaban el cuartel militar se negaron a dejar que la gente que huía se refugiara en el recinto. Mi amigo y yo intentamos llegar a su auto, pero sólo pudimos llegar hasta el hospital público donde llegaban lxs heridxs. Mientras nos refugiábamos en el hospital, lo que presenciamos desde las ventanas durante las siguientes diez horas se convirtió en una pesadilla.
Afuera, vehículos del ejército rodaban, amenazando con bombardear el edificio. Adentro, las operaciones de rescate continuaban. Los cadáveres se aislaban en una sala, los casos urgentes se clasificaban en otro espacio, mientras que la recepción se llenaba de heridxs a quienes el personal del hospital trataba de atender con la ayuda de lxs revolucionarixs, entre lxs que había médicxs y enfermerxs. La televisión colgada en la pared transmitía la masacre de nuestrxs compañerxs. Sonó mi teléfono: era mi hermana preguntando asustada por mi paradero. Le informé de nuestra situación y le pregunté por la seguridad de lxs demás. Envié un mensaje a mi mujer en El Cairo para tranquilizarla y apagué el teléfono para conservar la carga restante. Luego me tumbé en el suelo y dormí.
Al final del día, las Fuerzas de la Libertad y el Cambio (FFC por sus siglas en inglés), un amplio conjunto político y sindical, declararían una huelga general y desobediencia civil, además de poner fin a las negociaciones con el régimen. Según la coalición, la masacre fue planeada de antemano y ejecutada por el régimen, al que ahora califica de "Consejo Golpista". Señaló a "las fuerzas combinadas del ejército sudanés, las milicias Janjaweed (también conocidas como RSF), las fuerzas de seguridad nacional y otras milicias" como responsables de la masacre, así como de las intervenciones en otras ciudades como En Nahud, Atbara y Puerto Sudán. Mientras tanto, el jefe del TMC emitió su propia declaración, cortando también las conversaciones. Anunció un plazo de nueve meses, que terminaría en elecciones bajo "supervisión regional e internacional".
No sé cuánto tiempo dormí, pero me dirigí a la planta baja después de despertar. El lugar seguía lleno de heridxs, algunxs estaban afuera, en el patio del hospital. El sonido de las balas había disminuido un poco, pero el humo seguía elevándose. Lxs agresorxs habían destruido el campamento. Poco después, cuando nos atrevimos a aventurarnos fuera del hospital, nos quedamos en la calle mirando hacia nuestra tierra arrasada. La escena recordaba las imágenes de los pueblos quemados en Darfur años antes. Había habido un eslogan revolucionario: "¡Oh, arrogante racista, todxs somos Darfur!". Ahora el eslogan se hacía realidad.
Mientras estaba fuera, vi a un niño de 10 años y le pregunté por sus amigxs. Me dijo que estaban a salvo y añadió: "Nos traicionaron". Su afirmación se me quedó grabada. Lxs políticxs y lxs militares nunca tuvieron la intención de protegernos a nosotrxs ni a la comunidad política que florecía en el plantón. A lxs revolucionarixs no carecían de previsión política: desde el inicio del plantón se habían producido intentos de dispersar a la congregación. Sin embargo, esto era una traición a nuestra fe, a la euforia que representaba el campamento. No pensábamos que nadie pudiera matar a un ruiseñor.
En septiembre de 2019, el primer ministro del gobierno de transición, Abdalla Hamdok, ordenó una investigación sobre la masacre, estableciendo un comité con un plazo de tres meses, renovable por una vez, para publicar sus conclusiones. Sin embargo, hoy, unos 17 meses después, no se ha publicado ninguna conclusión. Diversos informes han estimado el número de muertes entre 100 y 150, mientras que los informes médicos indican 70 casos documentados de violaciones a hombres y mujeres. Pero en noviembre de 2020, otro comité gubernamental anunció el descubrimiento de una fosa común en Jartum, que fuentes forenses relacionaron con la masacre. Contenía unos 800 cuerpos.
¿Qué perdimos en la masacre? No solo cientos de vidas, sino también una idea de Sudán como patrimonio común. Desde que comenzó la revolución en diciembre de 2018, han surgido preguntas sobre territorio y límites, incluso en torno al plantón en las semanas previas a la masacre. ¿Dónde empezaba el territorio del plantón? ¿Dónde terminaba la protección de lxs manifestantes? ¿Un límite representaba restringir las actividades revolucionarias dentro del mismo? ¿Acaso todas las actividades fuera de estos límites eran por tanto, ilegales y vulnerables a los ataques de las fuerzas del orden?
Dentro de sus límites, el plantón redibujó el mapa mental de Sudán. Expresó una idea de Sudán que hasta entonces sólo había existido en la ideología y en la fantasía esperanzada. Todo Sudán estaba presente, y no sólo en términos territoriales, aún cuando las tiendas de campaña llevaban signos de grupos étnicos y geográficos, sino también en un sentido fluido y carnavalesco que desafiaba la ficción cartográfica subyacente, como un mapa de Sudán dibujado por unx niñx.
Fue este infantil mapa revolucionario –con sus representaciones, expresiones y potencial– el que desencadenó el miedo y la ansiedad en el antiguo régimen y puso de manifiesto la impotencia de los partidos tradicionales que se suponía que iban a liderar el cambio. Las negociaciones sobre los límites de la zona del plantón, trazados por un comité conjunto de seguridad que incluía tanto al régimen militar como a la coalición de las FFC, habían representado, simbólicamente, negociaciones sobre el destino del propio país.
Cuando lxs revolucionarixs ampliaron el área de sus barricadas por razones de seguridad, tras un primer intento de dispersión el 13 de mayo solo para verse obligadxs a retroceder a las líneas originales luego de un conflicto interno dentro del SPA, esto significó una rendición de áreas enteras de la geografía reconocida como "ocupada". Y cuando una de estas zonas, situada inmediatamente al norte del campamento, un barrio pobre conocido como "Colombia" cargado de estereotipos raciales y de clase negativos incluyendo historias sobre la prevalencia del consumo de alcohol y drogas, se convirtió en la excusa para la intervención militar, equivalió a un sacrificio del barrio por parte de lxs manifestantes moderadxs en el altar de la moral burguesa. De hecho, los diferentes partidos –el TMC, lxs moderados y lxs radicales del FFC– tenían diferentes mapas en mente que se traducían en diferentes visiones de la sociedad sudanesa. Hasta ahora, es la corriente progresista la que ha salido perdiendo. La mañana siguiente a la violenta dispersión del plantón, cuando estaba aún en el hospital, escuché sobre hechos sangrientos que se habían extendido a muchas ciudades y de la ocupación por parte de la RSF de las calles de la capital. Su humillación a lxs habitantes de Jartum continuaría durante más de una semana.
El movimiento se había reanudado frente a la puerta del hospital, con varias personas reunidas afuera. El personal del ejército, acompañado de algunxs civiles, se había estacionado frente a la entrada. Su presencia, según supimos después, era para negociar una salida segura para lxs civiles atrapadxs en el hospital. El auto de mi amigo había quedado completamente destrozado, salpicado de agujeros de bala y el interior vandalizado. Lxs soldadxs que negociaban nuestra salida segura me impidieron unirme al grupo de evacuación debido a mis rastas, que podrían provocar a la RSF debido a un supuesto parecido con lxs militantes de Darfur, por lo que me ordenaron volver al interior del hospital. Más tarde escuché historias de personas que habían sido atacadas justo por esta razón.
El agotamiento se alojó en mi cuerpo y en mi alma. Es un agotamiento que continúa hoy: tenemos diferentes reacciones al lidiar con el trauma de una experiencia cercana a la muerte, de saber que hay cadáveres en una habitación cerrada junto a nosotrxs, del miedo a que tu cuerpo sea mutilado o lastimado. Muchxs de quienes estuvieron allí ese día están recibiendo terapia para el trastorno de estrés postraumático. Mi cuñada, que fue testigo de la masacre de primera mano, me escribió esto recientemente:
La masacre de Jartum fue uno de los momentos más difíciles de mi vida; estar rodeada de toda esa muerte, destrucción y daño es más de lo que cualquiera podría soportar. Un momento que no me gusta recordar pero que no puedo olvidar. Después de la masacre, regresé a Egipto para comenzar un tratamiento de psicoterapia. La psiquiatra me diagnosticó trastorno de estrés postraumático. Su opinión fue que debería ser ingresada en un hospital psiquiátrico durante dos semanas para ser controlada y recibir tratamiento para alucinaciones visuales y auditivas acompañadas de crisis histéricas, ansiedad e insomnio constante. Rechacé el ingreso, pero aún tomo los medicamentos.
El plantón fue la distancia necesaria a recorrer entre la revolución y el Estado. Era un espacio eufórico donde terminaba lo viejo y se podía construir lo nuevo. Su dispersión representó una ruptura en este proceso, o quizás lo alimentó con nuevas ideas. Ciertamente aclaró contradicciones en la alianza política necesaria para el cambio que traen lecciones no sólo para entender la historia, sino también para planificar el futuro.
Las heridas de nuestros cuerpos representan otro tipo de mapa: cuentan la historia de quiénes estuvieron allí y quiénes sobrevivieron.
Amar Jamal es escritor, traductor y estudiante de postgrado en antropología. Forma parte de la primera generación de becarios de Africa is a Country.
Foto: Africa Is A Country