Como delegado de Unir Escocia en la Brigada Primero de Mayo en el marco de la Campaña de Solidaridad con Cuba, pasé dos semanas visitando la isla que —desde la primera vez que Colón avistó su costa a bordo de la Santa María en 1492— tanto ha atraído la ira de lxs imperialistxs. Sin embargo, justo dos siglos después de la puesta en práctica de la Doctrina Monroe, Cuba sigue desafiando las leyes de la gravedad de Washington.
Fue mi primera visita a Cuba. Los ricos retratos de la Revolución de García Márquez y la fluida prosa de Eduardo Galeano habían forjado mis preconceptos. Pero nuestra estancia en Cuba borraría estas ideas románticas, al tiempo que profundizaría mi fe en el modelo socialista de desarrollo.
“Las revoluciones pierden algo con la intimidad”, dijo el Che Guevara a sus 25 años al llegar por primera vez a la Guatemala de Jacobo Árbenz en 1953 —pocos meses antes de que la United Fruit ordenara el golpe de Estado patrocinado por los Estados Unidos. Esto también aplicó sin ninguna duda al tiempo que pasó nuestra brigada en Cuba, pero no fue algo malo. Las ideas equivocadas de que la Revolución había resuelto todos los problemas de la isla se esfumaron rápidamente cuando se hizo evidente la realidad del bloqueo.
Al salir del aeropuerto y subir a nuestros autobuses, vi colas de coches que iban a paso de tortuga por la carretera. Terminaban en una gasolinera con un único surtidor operativo. El combustible escaseaba de forma extrema. Las 243 nuevas sanciones de la administración Trump, la designación de Cuba como Estado patrocinador del terrorismo, la caída de las importaciones de Venezuela y el impacto de la pandemia en la industria del turismo habían dejado a la isla con solo dos tercios del combustible que necesitaba. “Si el pueblo cubano tiene hambre, derrocará a Castro”, dijo el presidente Eisenhower en 1960. Sesenta y tres años después, la escasez sigue siendo el arma preferida de los Estados Unidos.
Éramos delegadxs internacionales y estábamos bien hospedadxs, pero los recordatorios de la misión declarada de Estados Unidos de “provocar la desesperación” eran ineludibles. Los problemas de la vida en Cuba no se nos ocultaban, ni mucho menos. “La verdad es siempre revolucionaria”, dijo a nuestra brigada el periodista Michel Enrique Torres Corona. Durante nuestro seminario inaugural, Gladys Hernández, profesora de economía de la Universidad de La Habana, explicó la “crisis sin parangón” a la que se enfrentaba Cuba. La isla era única. Se enfrentaba a los mismos retos de otras naciones en vías de desarrollo en un sistema internacional errático, pero con la imposición adicional de un bloqueo de sesenta años por parte de su vecino más cercano: el Estado más poderoso sobre la Tierra.
Hernández fue contundente acerca de la crisis climática: “Nuestro pueblo se ahogará si Cuba no se prepara”, afirmó. Para hacer frente a la subida del nivel del mar, el gobierno ha puesto en marcha la «Tarea Vida», destinada a proteger el 10% del territorio que se espera que quede bajo el agua en 2100.
Salimos de aquella sala de conferencias con las concepciones utópicas de la vida cubana como un recuerdo lejano y una revitalizada admiración por la resistencia del pueblo cubano. “Este es un país que vive para disfrutar la vida”, nos había dicho Hernández. “Tenemos problemas, pero nunca nos vamos a rendir”. Durante el par de semanas siguientes, todos los lugares a los que fuimos daban fe de esta resistencia. Fuimos testigos de una forma alternativa de organizar la sociedad que se esforzaba por ofrecer dignidad en vez de eliminarla. Durante siglos, los recursos cubanos habían acrecentado las ganancias de Europa y los Estados Unidos mientras el motor del imperialismo endulzaba el té de los opresores. El año 1959 rompió este ciclo de dependencia, poniendo al pueblo al mando.
La agricultura latifundista de la Cuba prerrevolucionaria “multiplicaba las bocas hambrientas, no el pan”; parafraseando a Galeano. En La Habana, pasamos tres mañanas trabajando en las granjas cooperativas que hoy llevan a Cuba hacia la autosuficiencia. En la capital, los huertos urbanos —organopónicos— ocupan el 10% del suelo urbano y han revolucionado la agricultura sustentable. Cuando Cuba era el mayor productor de azúcar del mundo, estos mismos campos alimentaban el desarrollo del capitalismo industrial en el norte global. Ahora, estos huertos proporcionan el 60% de las frutas y verduras consumidas en La Habana. Estábamos en medio de la ciudad, pero los campos se extendían en todas direcciones, a veces rodeados de árboles o setos. Por magros que fueran nuestros esfuerzos, no olvidaré este ejemplo de cómo el ingenio colectivo, a pesar de los recursos insuficientes, innovaba al tiempo que aliviaba.
La innovación revolucionaria iba mucho más allá de la agricultura. Nuestros cursos tuvieron lugar en el Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología de La Habana, donde contra todo pronóstico, Cuba había desarrollado sus propias vacunas contra la COVID-19. Mientras Estados Unidos y Europa acaparaban sus suministros, Cuba enviaba millones de dosis a otros países en vías de desarrollo. Este no fue nuestro último encuentro con el internacionalismo sanitario. Mientras visitábamos un hospital en la provincia de Sancti Spiritus, unx miembrx de nuestra brigada preguntó si el personal participaba en las famosas brigadas sanitarias cubanas. Dirigiéndose a las filas de batas blancas sentadas detrás de nosotrxs en el auditorio, el director del hospital pidió a lxs que habían participado en misiones internacionales que se pusieran en pie. Ni una sola persona permaneció sentada. En ese momento, explicó el director, personal del hospital estaba trabajando en 10 países.
Se trata de un compromiso que atraviesa la larga historia de la revolución, pero que atrajo la atención mundial durante la pandemia del COVID-19. El 22 de marzo de 2020, el “ejército de batas blancas” de Cuba aterrizó en Lombardía, Italia. Mientras la propagación de la COVID-19 obligaba al cierre internacional, 53 médicxs cubanxs volaron al epicentro de la pandemia para ayudar al desbordado servicio sanitario italiano. Era la misma brigada que viajó a Sierra Leona, en África Occidental, para luchar contra el virus del Ébola en 2014. Para el 1 de abril de 2020, casi 600 médicxs cubanxs habían sido enviados a 14 países para ayudar a hacer frente al impacto de la pandemia.
Tanto en la industria, como en la agricultura, la riqueza la comparten quienes la producen. De pie en el tejado de una fábrica de electrónica de La Habana, me fijé en lo que parecía la cuarta parte de un pequeño estadio de fútbol. «Ahí es donde celebramos nuestras reuniones sindicales», dijo nuestrx guía. Todxs lxs trabajadorxs de la fábrica estaban afiliados, lxs directivxs eran elegidxs y podían ser destituidxs cada mes. «Son mis jefxs», dijo lx directorx de la fábrica, señalando a lxs dirigentxs de la rama sindical. El sindicato también trabajaba en la comunidad. La mayor parte de la plantilla vivía en el barrio vecino, donde los ingresos de la fábrica financiaban proyectos de desarrollo y mantenían las casas de lxs trabajadorxs. 3000 paneles solares hicieron autosuficiente el lugar de trabajo, y la energía sobrante se utilizó para abastecer al barrio. Lxs cubanxs utilizaron la economía circular como medio de aislarse del bloqueo. Por el contrario, aunque Escocia intenta convertirse en una «economía circular», las facturas de la energía, cada vez más elevadas, empujan a lxs trabajadorxs a las fauces de lxs usurerxs y lxs dueñxs planean como buitres alrededor de las propiedades alquiladas.
De vuelta de la visita a la fábrica, un grupo de personas nos dirigimos en taxi al centro de La Habana para pasar la noche. Éramos demasiadxs para un taxi y no había suficiente combustible para dos coches. Tendríamos que hacer dos viajes. Mientras viajábamos, nuestro chofer nos explicó que, aunque no le convencía el gobierno, le encantaba Cuba. “Biden es peor para nosotros que Trump”, dijo mientras pasábamos junto al enrejado metálico que circunda la embajada estadounidense. Biden, a diferencia de su predecesor demócrata, no ha hecho nada para aliviar el bloqueo. Obama, en cambio, como explicó Gladys Hernández, “se había dado cuenta de que era imposible derrotar a Cuba con los métodos tradicionales”. La vida, dijo nuestro taxista, era más dura que nunca.
Perdidxs en el tour revolucionario, habíamos dejado que las dificultades cotidianas de la vida se nos fueran de la cabeza. Por su negativa a someterse a las fuerzas del imperialismo, Cuba ha perdido más de 130 mil millones de dólares. Los cortes de electricidad salpicaban nuestros días. Hacíamos cola en los supermercados mientras sellaban las cartillas de racionamiento. Los alimentos eran caros; el combustible, escaso. En abril, el Presidente Díaz-Canel había sido sincero con el pueblo cubano: “Todavía no tenemos una idea clara de cómo vamos a salir de esta situación”, dijo. Algunxs con los que hablamos temían el inicio de un segundo periodo especial. Las aspiraciones de lxs jóvenxs son mayores que en los años noventa. El avance subrepticio de la norteamericanización y la manipulación de las redes sociales amenazaron la estabilidad, como en las protestas de julio de 2021. De nuevo con los pies en la tierra, nuestra conversación giró en torno a la importancia de la solidaridad material. Pronto veríamos con exactitud la diferencia que puede marcar.
En una tranquila esquina del Municipio Playa, en La Habana, se encuentra el Teatro Miramar. El edificio destaca por ser claramente más nuevo que los que lo rodean. Inaugurado en 2012, esta renovación de 350 mil libras esterlinas fue financiada íntegramente por donaciones solidarias del Reino Unido a través de la Campaña de Solidaridad con Cuba y el Fondo de Música para Cuba. Miramar no tiene otros espacios como este. El Teatro ofrece un espacio de presentación para lxs estudiantes de arte locales, pero también un lugar para que la comunidad se reúna y celebre reuniones. El teatro alberga la “Sala De La Kirsty MacColl”, dedicada a una gran amiga de la cultura cubana y del pueblo de la isla. La sala, con capacidad para 450 personas, es un testimonio de la fuerza de la solidaridad británico-cubana. Las butacas del teatro están adornadas con placas en honor de quienes contribuyeron al proyecto. “En memoria de Kirsty MacColl y en homenaje al Comandante Fidel Castro”, reza una de ellas.
Salimos de La Habana dos días después. Seguía pensando en el teatro mientras viajábamos hacia Santa Clara por carreteras desiertas. Sesenta años atrás, en esa ciudad, los cazas británicos Sea Fury ametrallaron a las fuerzas del Che Guevara en los últimos días de la guerra revolucionaria. Recordé las palabras del Che: “No se puede confiar en el imperialismo pero ni tantito así, nada”. Eduardo Galeano se hizo eco del Che cuando escribió que esta paranoia obligó a la Revolución Cubana a “dormir con los ojos abiertos”. Sus palabras refieren a algo que es fácil de olvidar, o ignorar. La Revolución cubana está en marcha. El socialismo cubano es un proceso que siempre busca progresar. Los que se oponen a la revolución la entienden como una época pasada de la que sólo sobrevive la iconografía. Pero la Revolución está viva, luchando constantemente por sobrevivir contra quienes pretenden desterrarla a las páginas de la historia. Comete errores y aprende de ellos, evaluando cada nuevo reto a través de un marco enraizado en la teoría pero, sobre todo, en la práctica.
Estábamos rodeados de estatuas y literatura, pero sólo al salir de Cuba comprendí lo que la prosa apenas puede comunicar. Cuando los visitantes anteriores decían que la revolución vive, se referían a que el socialismo cubano avanza gracias al trabajo diario del pueblo, que no se consigue de la noche a la mañana ni se impone por decreto. A medida que se intensifican las crisis internacionales, la tarea de la solidaridad internacional es luchar contra el bloqueo, ayudar a Cuba a acceder a lo que necesita para sobrevivir y, en última instancia, mantener viva la revolución. El teatro de Miramar lo hizo, pero también lo hicieron las 100.000 libras esterlinas de ayuda educativa vital recaudadas recientemente por el Sindicato Nacional de Educación del Reino Unido y otros.
En los últimos días de nuestro viaje, asistimos a una fiesta callejera organizada por un Comité de Defensa de la Revolución (CDR) en Sancti Spiritus. Los CDR, creados en 1960 para defender al nuevo gobierno de la violencia contrarrevolucionaria, han evolucionado con la revolución. Hoy, los CDR de todo el país prestan servicios comunitarios vitales. Todo el barrio se echó a la calle. Conocimos a jóvenes que querían irse de Cuba, pero decían que las cosas serían diferentes sin el bloqueo. Estados Unidos, decían, «nos ha robado nuestro futuro». La presidenta del CDR reunió a todos y nos dijo que en este barrio la gente no era rica. La diferencia en Cuba, dijo, “es que compartimos lo que tenemos, no lo que nos sobra».
Al día siguiente celebramos el Primero de Mayo. Bajo el sol del amanecer, marchamos por Sancti Spiritus. La gente festejaba al son de una conga. Lxs niñxs jugaban entre pancartas y retratos del Che, Fidel y José Martí. La crisis del combustible había reducido el famoso desfile de La Habana y la fuerte lluvia había cancelado las celebraciones menores programadas. El Día de los Trabajadorxs se celebró el 5 de mayo. La revolución cubana se adaptó, como siempre.
De vuelta en el aeropuerto, reflexionamos sobre nuestra experiencia. Estados Unidos ha intensificado su guerra contra Cuba. La escasez de combustible era paralizante. Dos siglos después de que se instituyera la Doctrina Monroe, la determinación de Washington de controlar su “patio trasero” seguía intacta. La gente estaba enfadada, pero se mantenía la fe en la capacidad de la Revolución para ofrecer dignidad en tiempos de crisis. “Ustedes son nuestros mensajeros”, nos dijeron cuando llegamos. Así pues, la tarea de todos los que rechazan la política de subyugación de Monroe es construir la solidaridad con el pueblo cubano para que la revolución pueda seguir desafiando la atracción gravitatoria del imperialismo.
Puedes apoyar la Campaña de Solidaridad con Cuba aquí.
Coll McCail es un activista escocés, miembro de Unite the Union y del Secretariado de la Internacional Progresista.