El 17 de noviembre de 2025, el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó una resolución que respaldaba el llamado «plan de paz» de Donald Trump y Benjamin Netanyahu para Gaza. En un comunicado, el Gabinete de la Internacional Progresista lo condenó como un plan colonialista y un «intento calculado de borrar el horizonte de la liberación palestina».
No es la primera vez que la administración Trump impone una supuesta «paz» a un pueblo asediado. En Sudán, los Estados Unidos están negociando un «proceso de paz» bajo la bandera de la Iniciativa Cuádruple, un mecanismo lanzado por los Estados Unidos junto con los Emiratos Árabes Unidos (EAU), Arabia Saudita y Egipto, todos los cuales han suministrado armas a las partes en la cruel guerra para su propio beneficio.
Antes de Sudán, los Estados Unidos negociaron el llamado «Acuerdo de Washington» para poner fin a los combates entre la República Democrática del Congo (RDC) y Ruanda. El acuerdo llamaba a la retirada de las tropas ruandesas de la RDC y que el gobierno congoleño dejara de ser aliado de las Fuerzas Democráticas para la Liberación de Ruanda, todo ello mientras se entregaba gran parte de la vasta riqueza mineral del Congo a la tutela de los Estados Unidos.
¿Qué tienen en común estos llamados acuerdos de «paz»? ¿Y a quién sirven?
En todos los casos, la «paz» se construyó sobre la base de la violencia genocida y la destrucción. Las guerras en el Congo, Sudán y Palestina han causado la muerte de más de seis millones de personas —de hecho, seis millones han perecido solo en los treinta años de matanzas en la RDC, y cientos de miles más en Sudán y Gaza— y han desplazado a más de veinte millones. Quienes se marcharon —y quienes se quedaron— viven ahora en condiciones que amenazan con cobrar más vidas que la violencia de las bombas y las balas.
En cada caso, los principales responsables de la violencia han actuado como representantes de facto de Occidente o han recibido apoyo militar, económico o diplomático, lo que les ha permitido actuar con relativa impunidad.
El este de la República Democrática del Congo ha sufrido masacre tras masacre, muchas de ellas perpetradas directamente por las fuerzas ruandesas o la milicia respaldada por Ruanda, el Movimiento M23. En Sudán, las dos facciones rivales —las Fuerzas Armadas Sudanesas (SAF) y las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF)— están impulsadas, por un lado, por los Emiratos Árabes Unidos y, por otro, por Arabia Saudí y Egipto. Todas ellas forman parte de la «Iniciativa Cuádruple» y reciben un amplio apoyo de los Estados Unidos. No se trata de un error político, sino de un cálculo estratégico en el que la muerte y la destrucción sirven para reproducir las condiciones que permiten la hiper explotación de cada país por parte del capital occidental.
En todos los casos, los avances hacia la «paz» no han detenido los combates. Poco después de la firma del «maravilloso tratado» de Trump, las fuerzas del M23 lanzaron una nueva ofensiva en Rutshuru, exterminando a civiles hutus, según grupos de derechos humanos. En Gaza, Israel sigue masacrando a decenas de civiles cada día a pesar del «alto al fuego», al tiempo que impide que la ayuda humanitaria que se necesita con urgencia llegue a la población hambrienta de Gaza. Y en Sudán, las RSF lanzaron una ofensiva catastrófica contra más de 260.000 civiles atrapadxs en la ciudad sitiada de El-Fasher, iniciando una matanza tan extensa que, según se informa, sus manchas de sangre eran visibles en las imágenes de satélite.
Ante esta violencia, cada maniobra hacia la «paz» era un ultimátum: rendirse o enfrentarse al exterminio. De hecho, la amenaza se hacía a menudo de forma explícita. Los Estados Unidos advirtieron de que rechazar su propuesta para Gaza en el Consejo de Seguridad de la ONU sería «un voto a favor de volver a la guerra».
La «paz» que introducen estos planes no es para los pueblos del Congo, Sudán o Palestina. En cambio, al exterminar y empobrecer a sus pueblos, desarmar sus movimientos de resistencia y devastar sus tierras, ha generado las condiciones para que cada Estado saquee de forma «pacífica» a manos del capital transnacional. La «paz» no es para lxs saqueadxs, sino para lxs capitalistas con sede en Tel Aviv, El Cairo, Dubái, Riad y, en última instancia, Washington, que se reparten los vastos recursos que les proporciona la guerra, mientras obtienen las ganancias de las bombas y las balas que producen.
Desde el inicio del genocidio en Gaza, sindicatos y movimientos populares de todo el mundo se han organizado para detener la maquinaria de guerra e impedir que los envíos de armas lleguen a las fuerzas de ocupación israelíes. En el Reino Unido, activistas obligaron a Elbit Systems, el mayor fabricante de armas de Israel, a cerrar sus plantas de producción. En Italia, Grecia, España y otros países, trabajadorxs portuarixs bloquearon los buques que transportaban carga militar a la ocupación, al igual que las campañas No Harbour for Genocide y Mask off Maersk.
Ahora, lxs activistas están llamando a una ampliación de este embargo popular de armas. El Frente de Resistencia Sudanés, por ejemplo, ha llamado a un embargo popular de armas para Sudán, con el objetivo de sacar a la luz la complicidad imperial en la violencia y desarticular la maquinaria de guerra movilizándose en puertos, embajadas y proveedores de armas para bloquear el flujo de armas.
Hay un denominador común en la violencia que envuelve cada vez más a todas nuestras sociedades: el imperialismo y su implacable búsqueda de las ganancias. Para que la paz triunfe, hay que derrotar el motor de la guerra desde su raíz y en todas sus fronteras.
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