Luego de varios años de debates internos y de lobby a nivel internacional, el concepto aparece reflejado hasta en el preámbulo del Acuerdo de París. Sin embargo, aún falta la parte más interesante, pasar de la teoría a la práctica, lo que implica tomar en cuenta dos componentes del concepto: Transición y Justicia.
Esta es la parte más fácil de explicar: de un modelo energético sucio y desigual a un modelo energético limpio y equitativo. Es decir, de un modelo basado en el uso intensivo de energías contaminantes, de alto impacto en el ambiente y que se obtienen mediante procesos predatorios y destructivos de suelos y ecosistemas, con consecuencias determinantes para la vida de comunidades locales. En síntesis, de un modelo que pone la ganancia por encima de la vida de las personas a uno que se encuentre en la vereda opuesta, mirando más allá del corto plazo.
Pero, ¿es sólo eso? Y ¿cómo hacerlo? Cuando el movimiento sindical se empezó a interesar por las negociaciones internacionales de cambio climático, el supuesto era que en breve alcanzaríamos inminentemente el pico de utilidad del petróleo como combustible energético, y que la sociedad industrial como la conocíamos iba a desaparecer. Que la transición era inevitable y que el rol de los sindicatos era estar en la mesa de negociación de esa transición. Unos años después, el fracking demostró que todavía habría petróleo y gas para rato, y el carbón sigue siendo una fuente energética altamente utilizada no sólo en los países en desarrollo sino también desarrollados del hemisferio norte.Por lo tanto, lo que parecía inevitable, se ha vuelto evitable. Es cierto, que han crecido las energías “limpias”, pero no al nivel necesario para una transición hacia un modelo productivo basado en el bien común, con una mitigación real de los gases de efecto invernadero y una adaptación consecuente.
Para transitar hacia otro modelo energético, es necesaria voluntad y decisión política. Es urgente el control público y democrático de las fuentes energéticas. Mientras siga primando el modelo privatizador de la energía y la comprensión de la energía como bien de mercado, y que se dejen en manos de los intereses de los inversores las decisiones sobre en qué fuentes invertir o no, la “transición” estará guiada por intereses económicos y financieros de quienes posean e inviertan en dichas fuentes, más que por intereses sociales y ambientales, orientados por el interés común.
Para eso, no sólo es necesario que las fuentes energéticas – incluyendo la producción de materiales necesarios y los métodos de obtención de minerales necesarios para generar energías limpias – estén en manos públicas, sino que sean controladas democráticamente con una lógica de bienes comunes. Es por eso, que para formatear esta transición, trabajamos junto a otros sindicatos en la red Sindicatos por la Democracia Energética (TUED).
Recuperar el control de las empresas privatizadas, municipalizar fuentes energéticas, democratizar el acceso a la energía son elementos básicos para la transición hacia otro modelo de producción y consumo, con otro paradigma de relación con la naturaleza y entre seres humanos. Si queremos seguir viviendo en este planeta, tendremos que pensar en otro mundo del trabajo.
Ese otro mundo del trabajo tiene que estar basado en la justicia social, económica, cultural, racial, fiscal, de género, ambiental, intergeneracional, local, regional y transfronteriza.
La crisis del COVID, puso en relieve el confinamiento de clases. Una clase de dueños del capital que puede encerrarse y protegerse, una clase de trabajadores que puede confinarse o que tuvo que salir a trabajar, pero que está tranquilo de recibir un sueldo a fin de mes, por estar protegida por acuerdos colectivos; y una clase de precarios y trabajadores sumidos en la economía informal que no puede confinarse porque necesitar salir a ganar el pan cada día, por que tiene que salir a entregar pedidos en bicicleta, a cuidar enfermos, a atender en supermercados, entre otros servicios que se volvieron esenciales para mantener la distancia social.
En este sentido, la pandemia del COVID19 ha obrado como un catalizador de tendencias ya existentes y no como un factor radicalmente disruptivo del orden global. Pero es también una oportunidad que tenemos que intentar volcar a nuestro favor: si algo nos muestra esta crisis, es que se pueden tomar medidas radicales, tal como la nacionalización de sectores privatizados de la salud. Una medida radical, seria formalizar a todos los trabajadores, o nacionalizar los servicios de delivery. O, por ejemplo, sería idóneo también crear empleos dignos que no emiten carbono para una sociedad guiada por el bien común: más enfermeras, más guarda parques, más trabajadores que puedan construir y mantener viviendas sociales eficientes en energía, más músicos, más profesores, más trabajadores de correos, más asistentes para personas vulnerables… la lista es interminable. Se necesitan muchos trabajadores y trabajadoras para garantizar la creación de otro mundo, inclusivo y justo.
Esta justicia de múltiples facetas tiene que ser local, pensada en un modelo de desarrollo con fuentes energéticas administradas pública y democráticamente, asegurando la soberanía, garantizando acceso a derechos esenciales como agua, saneamiento, alimentación, techo, educación, salud.
Pero a su vez, la justicia tiene que ser transfronteriza porque la desigualdad y el sistema de producción y consumo que la genera, lo es. El modelo de producción y consumo actual puede mantenerse y agudizarse con fuentes energéticas “limpias”. El 10% más rico del mundo puede volverse totalmente “verde”. Pero para que esto suceda, y bajo un proceso de transición orientado por el mercado como en el que estamos hoy, las cadenas de suministro continuarán relegando a países como Argentina, en la parte más baja de la cadena dotando de commodities y especialmente recursos naturales a una minoría en un esquema de intercambio muy asimétrico. Un ejemplo claro es el de los autos eléctricos. Bajo el modelo neoliberal imperante, para que una parte de Europa se transporte en autos eléctricos, es necesaria la extracción masiva de litio, afectando directamente a las comunidades lindantes en un triángulo cuyos vértices se ubican en el norte de nuestro país, en Chile y en Bolivia.
Un nuevo pacto global verde, implica repensar las cadenas de suministro: dónde se genera valor agregado, quién se beneficia, cuál es el impacto ambiental en toda la cadena, y de qué forma aporta hacia el bien común, dónde y como aportan a la creación de empleos dignos.
No podemos pensar otro mundo, si escondemos debajo de la alfombra -o podríamos decir, debajo del Acuerdo de París, de los Objetivos de Desarrollo Sustentable y detrás de un sistema multilateral capturado por las corporaciones-, que las cadenas de suministro y la globalización tienen que ser puestas en cuestión. Obviamente, la extrema derecha cuestiona la globalización. No es eso a lo que apuntamos. Sino a tener un debate fraterno, con compañeras y compañeros del sur y el norte global, para que entremos en un posible pacto verde en un pie de igualdad. Porque la globalización que hoy tenemos no es la única posible. Reclamamos una globalización basada en la cooperación y colaboración, pensada desde la solidaridad y el bien común. En este sentido, podemos decir que las tendencias a la precariedad, recorte de derechos e informalidad laboral no son la única faceta. En la vereda opuesta encontramos experiencias de autogestión, economía social y solidaria que si bien incipientes ofrecen una alternativa a los esquemas económicos actuales.
Entonces para nosotros, desde este sur del mundo, la puesta en práctica de la transición justa no se limita a negociar compensaciones por empleos potencialmente perdidos. Eso lo haremos porque es nuestra tarea sindical. Pero actualmente, estamos más lejos de perder empleos por una transición energética que por una enorme recesión económica. La cuestión sería más bien asumir nuestro rol social como sindicatos, y presentar una propuesta integral de desarrollo con justicia social para salir de la recesión respondiendo a los desafíos ambientales, con más democracia, más derechos y más empleos dignos.
Así como la crisis del Covid-19 nos demostró que había trabajos que se volvieron esenciales para el funcionamiento de una sociedad atravesada por la pandemia, debemos pensar cuáles son los trabajos esenciales para una sociedad basada en la solidaridad, en la resiliencia ambiental, en la empatía, en el bien común.Queremos construir este debate. La sociedad del futuro no necesariamente tiene que ser una sociedad donde haya menos empleos y en peores condiciones.
La mesa de negociación de la transición justa no va a ser creada por el mercado de bonos verdes, por las multinacionales con programas de responsabilidad social y ambiental, por debates en Davos. Esa mesa de negociación la tenemos que crear desde abajo, con trabajadores formales e informales, con agricultores y pequeños campesinos, con autoridades locales, con asociaciones de vecinos, con organizaciones sociales, con todos y todas los que estén dispuestos a entrar en la disputa para que el futuro de la humanidad no quede en manos de un micro-porcentaje de propietarios.
Foto: Terrence Faircloth