Como respuesta a esta polarización en todos lados se repite el reclamo por la creciente desigualdad económica y el desencanto con las clases gobernantes. En Líbano, donde el 1% de la población concentra un cuarto del total de los ingresos del país, el anuncio de un nuevo impuesto a las llamadas deWhatsapplanzó a cientos de miles de personas a la Plaza de los Mártires de Beirut, generando una inestabilidad que culminó con la renuncia del Primer Ministro Saad Hariri y la recomposición de los grupos de oposición, encabezada por el grupo armado Hezbollah. En Santiago, la capital del país con el coeficiente de Gini más alto de la OCDE—indicador que mide la desigualdad—, el anuncio del alza a las tarifas del transporte público atizó las mayores protestas organizadas en Chile en más de treinta años, tambaleando al gabinete del presidente Sebastián Piñera y el consenso en torno al triunfo del modelo neoliberal instaurado en el país durante la dictadura militar de Augusto Pinochet.
Los entusiastas de la protesta, sin embargo, deberían reconocer que la polarización y el desencanto no solo dan lugar a la movilización de los sectores progresistas, sino que también alimentan chauvinismos nacionales, regionales y étnicos de todo tipo. Es claro que elBrexit, el fascismo de Jair Bolsonaro y el nacionalismo supremacista de Narendra Modi en India, Donald Trump en los EEUU y Vladimir Putin en Rusia, son la otra cara de la moneda de los alzamientos en Santiago, Port-au-Prince, Hong Kong y Beirut. Elressentimentglobal no es patrimonio de ningún sector y alimenta tanto a la derecha como a la izquierda.
Cada vez se hace más claro que las sociedades contemporáneas carecen de mecanismos para lidiar con estas mareas globales de resentimiento y enojo. Frente a los retos del colapso económico y el calentamiento global, observadores liberales hablan de la necesidad de pensar en una “gobernanza” global que los encauce, mientras que la política local alrededor del mundo tiende cada vez más hacia el nacionalismo y el sectarismo. Más allá de los buenos deseos, en la realidad las únicas estructuras realmente globales son las del mercado —desde el entramado de las grandes compañías hasta las del crimen organizado—y las de organismos como el Fondo Monetario Internacional.
En contraste con la organización transnacional del capital, hace años que desde la izquierda se ha renunciado a la búsqueda de una agenda internacionalista. El único escenario posible es el de la resistencia local y, en el mejor de los casos, las alianzas regionales de corta duración y organizadas en torno a exigencias cambiantes, coyunturales y fugaces.
Algunos avizoran en la protesta contra el cambio climático la posibilidad de una plataforma internacionalista de organización y resistencia. Sin embargo, los distintos movimientos que han adoptado esta bandera han sido incapaces de articularse con agendas situadas más allá de los espacios urbanos del Atlántico Norte. Más aún, en países como el Reino Unido las limitaciones de esta protesta quedan rápidamente de manifiesto. En un reciente comentario en torno al movimiento Extinction Rebellion, surgido a partir de las protestas del 2018 en Londres y que se anuncia en su página web como un movimiento global en contra de la posible extinción planetaria, el activista Athian Akec señala: “al mirar la cobertura mediática en torno a las huelgas de estudiantes contra el cambio climático, todo lo que veo son caras blancas (…)” lo que está lejos de ser “un reflejo fiel de la diversidad de la sociedad Británica”. Akec se pregunta: si los peores efectos del cambio climático están sintiéndose en el Sur Global, ¿porqué son tan pocas las voces en este movimiento que hablan sobre el tema?
Al mismo tiempo, la movilización ambientalista muchas veces ignora el hecho de que para dos terceras partes de las personas de este planeta el futuro distópico anunciado por activistas anti-cambio climático llegó ya hace años. En los extensos territorios del Sur devastados por el conflicto armado, la industrialización desregulada, la ganadería, la agricultura industrial y el urbanismo desenfrenado los problemas urgentes de la supervivencia opacan la posibilidad de pensar en una vinculación entre las luchas cotidianas de la población y las agendas políticas forjadas en zonas urbanas y los territorios del Primer Mundo.
Estas dificultades agudizan la necesidad de pensar en una forma de internacionalismo que pueda hilvanar los reclamos y las energías de la ola de protesta global de los últimos meses y, al mismo tiempo, de resistir al auge del fascismo ideológico.
El primer paso indispensable está en volver a posicionar en el centro del debate y la imaginación política del presente la denuncia y el análisis de las estructuras de producción, identificables y en muchos casos bien conocidas, que están en el centro de esta crisis global. Hay que reconocer que no se trata de un problema de democracia, gobernanza o hábitos de consumo. Lo que nos enfrenta hoy es la necesidad de reconocer que el capitalismo no puede ser sustentable, ni democrático, ni igualitario. Al contrario, durante siglos ha demostrado su capacidad para generar oleadas cíclicas, y cada vez más poderosas, de despojo, frustración y violencia.
El horizonte abierto por la imaginación liberal del siglo XIX —en el que la libertad, la propiedad privada y el individualismo podían traer la felicidad y el progreso del grueso de la humanidad—se ha cerrado. Las energías que esta clausura han desatado actúan desbocadas, y a través de canales y redes de alcance global. Sin embargo, no podemos apresurarnos a declarar que este es el momento de quiebre del viejo orden o el origen mítico de algún tiempo futuro. El capital y la derecha tienen abundantes recursos para pensar en una agenda que logre beneficiarse de esta situación.
Por otro lado, y trágicamente, está claro que la izquierda ha renunciado al pensamiento internacionalista. En este sentido, haríamos bien en voltear a ver los ideales y procesos de organización que dieron forma a los grandes proyectos internacionalistas de izquierda anti-imperialista del siglo XX. Desde el pan-africanismo hasta el Tercermundismo, pasando por el Movimiento de los Países no Alineados y el anti-imperialismo Tricontinental, contamos con un rico legado de movimientos que, al contrario de lo que nos han querido hacer pensar demagogos de ambos lados del espectro ideológico, no fueron fracasos de la corrupción o la tiranía, sino la contracara, y la víctima, de eso que desde hace algunas décadas venimos llamando globalización.
Estamos presenciando el final del fin de la historia y el reciclamiento de viejos patrones de comportamiento, discurso y movilización propios del extinto siglo XX. El neofascismo, el liberalismo de la Guerra Fría, el regionalismo y el chauvinismo nacionalista resurgen. El mundo de hoy nos permite parafrasear al presidente Indonesio Ahmed Sukarno quien, en su discurso inaugural de la Conferencia de Bandung de 1955, clamaba: “Fuerzas irresistibles arrasan todos los continentes. Las nuevas condiciones traen nuevos conceptos; los nuevos problemas, traen nuevos ideales.”
Los ideales centrales del proyecto del Tercer Mundo eran la paz—entendida como el desarme nuclear y el fin a las agresiones imperialistas—; la creación de un nuevo orden económico internacional en el que la ganancia no estuviera por encima de las personas; y la justicia —imaginada como el resultado de un proyecto internacional de desarrollo social compartido y el ataque frontal contra el racismo, el nacionalismo y el regionalismo—. Todos resuenan con potencia en el escenario de hoy.
Quizá la enseñanza más importante de los internacionalismos anti-imperialistas del siglo XX sea la convicción de que es posible, y urgente, pensar en un nuevo orden global. Un orden que permita garantizar el pan, la paz y la justicia. En el mundo colapsado de hoy, la exigencia de un nuevo internacionalismo no es solo un reflejo nostálgico de otra era, sino una necesidad para afrontar el futuro que se aproxima.
Daniel Kent Carrasco es un historiador mexicano.
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