El 15 de mayo de 2025, Jason Hickel, antropólogo económico, teórico del decrecimiento y autor de obras populares como Menos es más dio una provocadora conferencia magistral como parte de la Tercera Conferencia Anual GRIP en la Universidad de Bergen, patrocinada por la Oficina de Bruselas de la Fundación Rosa Luxemburgo. En su presentación sobre "La lucha por el desarrollo en el siglo XXI", Hickel desmontó la idea de que el desarrollo del Sur Global puede tener lugar dentro de la lógica del capitalismo extractivo y el imperialismo económico. En cambio, argumentó que sólo a través de los movimientos por la soberanía económica y una transición ecosocialista es posible escapar de las trampas de la explotación neocolonial.
Después de la conferencia, conversó con Don Kalb, Maria Dyveke Styve y Federico Tomasone sobre las estrategias políticas concretas en la lucha por la justicia climática y redistributiva reflexionando juntos sobre las contradicciones del liberalismo, las crisis ecológicas y sociales del capitalismo global y las posibilidades de un futuro socialista democrático. En el debate, Hickel compartió su perspectiva evolutiva sobre la teoría marxista, criticó los límites de la política horizontalista y subrayó la urgencia de construir nuevos instrumentos políticos capaces de responder a la emergencia planetaria.
DK: Ayer, argumentó que es esencial repensar la Revolución Rusa y la historia de China — no solo para la política internacional, sino también para la política de la clase trabajadora y la libertad global. Me llamó la atención que su narrativa haya evolucionado hacia una lectura antiliberal más explícita de la historia reciente. Eso no estaba tan claro en The Divide, pero quedó evidente en su charla. ¿Se ha inclinado hacia una interpretación más marxista?
Sí, creo que es justo. Están ocurriendo dos cosas. En primer lugar, mi análisis ha ido agudizándose con el tiempo. En segundo lugar, cuando escribí The Divide, me dirigía a un público que en gran medida desconocía —y a menudo se sentía incómodo— con el lenguaje marxista o socialista. Quería comunicarme de manera efectiva con las personas que trabajan en el desarrollo internacional, muchas de las cuales desconfían de lo que creen que son las etiquetas ideológicas.
Esa decisión estratégica tuvo un costo: The Divide pasa por alto en gran medida la cuestión del socialismo, aunque muchos de los países de los que hablo eran socialistas o participaron en revoluciones comunistas. Esa ausencia debilita el análisis. No se puede entender completamente la historia de la desigualdad global sin abordar los intentos de las revoluciones socialistas y del Movimiento de Países No Alineados de romper con el imperialismo capitalista e implementar modelos de desarrollo alternativos, seguidos por la violenta reacción occidental que tomó la forma de la Guerra Fría.
Desde entonces, he ido utilizando cada vez más conceptos como la ley capitalista del valor, que ahora considero fundamental para explicar nuestras crisis ecológicas y sociales. Vivimos en un mundo de inmenso potencial productivo y, sin embargo, nos enfrentamos a la privación y al colapso ecológico. ¿Por qué? Porque bajo el capitalismo, la producción solo ocurre cuando y donde es rentable. Las necesidades sociales y ecológicas son secundarias frente al rendimiento del capital.
DK: Eso es precisamente lo que me llamó la atención. Comparé su trabajo con el de David Graeber. Ambos parten de la antropología y se adentran en la política, pero la diferencia crucial, creo, es que usted comprende la ley del valor, mientras que Graeber, como anarquista, tiende a evadirla. ¿Estaría de acuerdo en que las condiciones contemporáneas nos obligan a recuperar conceptos marxistas clave y comunicarlos a un público más joven?
Por supuesto. En el contexto académico, debemos usar las mejores herramientas disponibles para explicar la realidad material, y los conceptos marxistas siguen siendo analíticamente poderosos. Estamos en un momento en el que esas herramientas pueden reintroducirse y popularizarse de nuevas maneras.
David Graeber era un pensador brillante y tremendamente creativo, y aprendí mucho de él, como amigo y como académico. Pero tiene razón, él abordó la economía política de manera diferente. En su obra tardía, especialmente The Dawn of Everything, comenzó a reconocer las limitaciones de los modelos organizativos anarquistas como el horizontalista. Vio la necesidad de jerarquías funcionales — estructuras que realmente puedan lograr objetivos sin traicionar los principios igualitarios.
DK: Eso nos lleva a otra pregunta. En 2011, la izquierda populista no supo anticipar lo que yo llamaría una contrarrevolución global. Lo que estamos viendo hoy no es solo un resurgimiento del fascismo — es una insurgencia antiliberal y antineoliberal más amplia. Algunas fuerzas son anti-woke, otras anti-globalistas, y no siempre comparten una ideología coherente, pero parte de la corriente oculta es antiliberal y potencialmente anticapitalista también. ¿Cómo se relaciona su trabajo con esta compleja reacción?
Es paradójico. En cierto sentido, este parece ser el peor momento para hablar de socialismo. Pero en otro, es precisamente el momento adecuado, porque el liberalismo está colapsando visiblemente y el auge del populismo de extrema derecha es un síntoma de ese fracaso.
El liberalismo afirma defender los derechos universales, la igualdad y el ecologismo, pero también se aferra a un modelo de producción dominado por el capital y la maximización de beneficios. Cada vez que esos dos compromisos chocan, los líderes liberales eligen favorecer al capital, y todos ven la hipocresía. Por eso el liberalismo está perdiendo legitimidad. El peligro es que, en ausencia de una alternativa de izquierda convincente, trabajadores y trabajadoras descontentos se inclinen hacia las narrativas de derecha — teorías de conspiración xenófobas, el uso de personas inmigrantes como chivos expiatorios, y similares. Los fascistas no ofrecen soluciones reales, pero están llenando un vacío dejado por los partidos liberales e incluso socialdemócratas, que han abandonado cualquier crítica estructural al capitalismo.
Necesitamos una alternativa socialista democrática que aborde las contradicciones fundamentales del capitalismo, incluida su irracionalidad ecológica. Pero construir esa alternativa requerirá instrumentos políticos reales — no solo movimientos de protesta, sino partidos de masas con profundas raíces en la clase trabajadora.
DK: Volvamos a la idea de la ley del valor. Usted lo mencionó de pasada, pero ¿puede explicar por qué es tan esencial para entender las crisis que enfrentamos hoy?
La ley del valor explica por qué experimentamos escasez de bienes social y ecológicamente esenciales, incluso en una época de una capacidad productiva sin precedentes. Bajo el capitalismo, la producción no se guía por las necesidades humanas o ecológicas, sino por la rentabilidad. Si algo no es rentable, no se fabrica, por muy necesario que sea.
Tomemos la transición ecológica. Tenemos el conocimiento, la mano de obra y los recursos para construir rápidamente infraestructura de energía renovable, rehabilitar edificios y ampliar el transporte público. Pero estas no son inversiones rentables, por lo que el capital no las financia. Mientras tanto, seguimos produciendo bienes de lujo, combustibles fósiles y armas, cosas que dañan activamente a las personas y al planeta, porque son rentables. Esta contradicción es la clave de nuestro colapso ecológico.
Es curioso, cuando la gente habla de escasez, a menudo se refieren al mundo socialista, ignorando las sanciones y bloqueos que enfrentaron esas economías, incluso cuando sus resultados sociales eran mejores que los de las economías capitalistas. Hoy en día, el propio capitalismo produce escasez crónica — de viviendas asequibles, atención médica, educación y tecnologías verdes. Esto es un resultado directo de la ley del valor. Debemos superarla si queremos sobrevivir.
FT: Eso me lleva a Europa. La Unión Europea trató de impulsar una agenda capitalista verde en los últimos años, pero ahora estamos viendo un cambio importante hacia la militarización. Lo que llama la atención es que esta agenda está siendo liderada por personas que se autodenominan liberales. Por ejemplo, en el Reino Unido, Starmer está a la vanguardia. Lo mismo ocurre en el Parlamento Europeo. ¿Cómo interpreta este desarrollo?
Es profundamente inquietante. Durante años, líderes europeos dijeron que no había dinero para invertir en descarbonización, servicios públicos o protecciones sociales, porque teníamos que mantener las relaciones de déficit y de deuda respecto al PIB para garantizar la estabilidad de precios. Pero de repente, cuando se trata de la militarización, esas reglas se dejan de lado. Están dispuestos a gastar billones en armas y defensa.
Esto revela algo crítico: las reglas del déficit nunca tuvieron que ver con la economía. Eran herramientas políticas utilizadas para bloquear la inversión en objetivos sociales y ecológicos, al tiempo que mantenían una escasez artificial de bienes públicos. Ahora que el gasto militar es políticamente conveniente y rentable, los límites desaparecen. Es una traición a la clase obrera y a las generaciones futuras.
Además, su análisis es erróneo. Parecen pensar que la militarización traerá soberanía y seguridad a Europa, pero la verdadera soberanía requeriría un replanteamiento completo del papel geopolítico de Europa. Significaría distanciarse de Estados Unidos y buscar la integración y la cooperación pacífica con el resto del continente euroasiático —incluida China— y el Sur Global. En cambio, las élites europeas siguen atrapadas en la lógica de la hegemonía estadounidense. Europa Occidental ha sido tratada como una base avanzada para la estrategia militar de EE.UU. durante décadas. Alemania, por ejemplo, está llena de bases estadounidenses. EE.UU. quiere que Europa se enfrente al Este, pero esto es en interés de EE.UU., no de Europa. Debemos rechazar esto. Los verdaderos intereses de Europa radican en la paz y la cooperación con sus vecinos.
FT: Eso enlaza perfectamente con mi segunda pregunta: la carga histórica del imperialismo europeo. Las clases dominantes de Europa han infligido un daño enorme a lo largo de los últimos siglos. ¿Cómo superamos ese legado? ¿Existe una contradicción real entre los intereses de la clase obrera europea y los del capital en lo que respecta a la política exterior?
Es una pregunta relevante. En primer lugar, sí — políticas como la actual ola de militarización están claramente alineadas con los intereses del capital europeo. Es por eso que están sucediendo. Pero van directamente en contra de las necesidades de la gente común y de la estabilidad del planeta. Esto revela una verdad más profunda: existe un conflicto fundamental entre los intereses de la clase obrera y los del capital. Nos obliga a enfrentarnos al mito de la democracia europea. Se dice que Europa es un faro de valores democráticos, pero en realidad, son los intereses del capital los que dominan nuestras instituciones.
La democracia nunca fue un regalo de la clase dominante — fue conquistada por la clase obrera. Incluso entonces, solo obtuvimos una versión superficial. Las demandas democráticas originales —la desmercantilización de los bienes esenciales, la democracia en el lugar de trabajo, el control sobre el sistema financiero— se abandonaron. En cambio, tenemos elecciones cada pocos años entre partidos que sirven todos al capital, en un entorno mediático dominado por multimillonarios. Si queremos una democracia real, tenemos que ampliarla a la economía. Eso significa superar la ley capitalista del valor y reorientar la producción hacia las necesidades sociales y ecológicas. Eso significa democratizar la creación de dinero.
DK: Retomemos ese asunto: el dinero. Uno de los aspectos más originales de su trabajo es el enfoque en la producción de dinero en sí. ¿Podría explicar cómo encaja la soberanía monetaria en su crítica más amplia al capitalismo?
Bajo el capitalismo, el Estado tiene el monopolio legal sobre la emisión de moneda, pero en la práctica, concede ese poder a los bancos comerciales. Los bancos crean la inmensa mayoría del dinero en la economía a través del proceso de concesión de préstamos. Pero sólo conceden préstamos cuando esperan que sean recuperables y, por lo tanto, rentables — cuando sirven a la acumulación de capital. Esto significa que el poder de crear dinero, y por lo tanto de movilizar trabajo y recursos, está subordinado a la rentabilidad capitalista. Es una expresión directa de la ley capitalista del valor. Las capacidades productivas sólo se activan si producen rendimientos al capital. Así manejan la economía los bancos: no pensando en lo que necesitamos, sino en lo que es rentable.
Para cambiar eso, necesitamos dos cosas. En primer lugar, un marco de orientación crediticia — un conjunto de normas que orienten la concesión de créditos bancarios, apartándola de sectores destructivos como los combustibles fósiles y las emisiones asociadas al lujo, hacia inversiones socialmente necesarias. En segundo lugar, debemos ampliar la función de las finanzas públicas. El Estado debe crear dinero directamente para financiar bienes y servicios esenciales —energía renovable, vivienda, transporte público— incluso si estos no son directamente rentables para el capital privado.
Existe el mito de que solo podemos producir lo que es rentable. Pero en realidad, mientras tengamos la mano de obra y los recursos, podemos producir cualquier cosa que decidamos colectivamente. La única barrera es política. Una vez que democraticemos la creación de dinero, podremos liberar la producción del imperativo de la ganancia y organizarla de acuerdo con las necesidades humanas y ecológicas.
DK: Eso es convincente. Muchos de mis amigos de izquierdas en Europa argumentan que el euro es el principal obstáculo. Abogan por volver a las monedas nacionales para recuperar la soberanía. Yo tengo una posición diferente: deberíamos democratizar el propio euro. Se trata de estados pequeños e interdependientes. Volver a las monedas nacionales conlleva el riesgo de división y de renovar la dependencia de potencias externas como Estados Unidos, que nos enfrentará entre nosotros. ¿Qué le parece?
Me siento muy identificado con ese razonamiento. Entiendo el atractivo de la soberanía monetaria a través de las monedas nacionales: permite un control más directo sobre la producción y el gasto. Pero también fragmenta la lucha. Si cada país de la eurozona debe librar de forma independiente su propia batalla de clase por la transformación económica, el progreso será, en el mejor de los casos, desigual y vulnerable. Una opción más estratégica es reformar las reglas del Banco Central Europeo. Eso se podría hacer rápidamente, a nivel institucional. Podríamos permitir que los Estados miembros amplíen la inversión pública de inmediato suspendiendo las restricciones de austeridad.
Los críticos dirán que esto conlleva el riesgo de inflación, y sí, si simplemente se inyectan fondos públicos sin ajustar el resto de la economía, se puede aumentar la demanda de mano de obra y recursos limitados. Pero el decrecimiento ecosocialista ofrece una solución: reducir la producción dañina e innecesaria —vehículos utilitarios deportivos, cruceros, aviones privados— y reasignar la mano de obra y los recursos a actividades socialmente beneficiosas. Esto estabiliza los precios al tiempo que transforma la estructura de la economía.
La inflación no es un obstáculo técnico, es un obstáculo político. La verdadera razón por la que existen las reglas de austeridad es para preservar el espacio para que el capital se acumule sin ser cuestionado. Si desplazamos los recursos productivos hacia los bienes públicos, amenazamos el dominio del capital en el sistema. Eso es lo que las élites están tratando de evitar cuando invocan los índices de endeudamiento y los límites al déficit.
DK: Hubo un momento extraño recientemente. Trump dijo, en referencia a la inflación, algo así como: "En lugar de 18 muñecas Barbie, tus hijos e hijas tendrán dos". Su argumento era que la soberanía económica es más importante que la abundancia material. Me pareció fascinante — en cierto modo, está articulando una especie de mensaje anticonsumista. ¿No es eso parte del peligro del fascismo actual? Suena antineoliberal, pero no es anticapitalista.
Así es, y ese aspecto también me pareció interesante. Algunas personas incluso afirmaron que Trump estaba apoyando el decrecimiento, lo cual es completamente falso. El decrecimiento es una idea fundamentalmente anticapitalista. Significa reducir la producción ecológicamente destructiva e innecesaria al tiempo que se aumentan los bienes públicos, la regeneración ecológica y la equidad social. Trump no está haciendo nada de eso.
Pero hay algo que podemos aprender de este momento. Logró vender la idea del sacrificio material —"menos muñecas Barbie"— en nombre de la soberanía y el orgullo nacional. Eso nos dice algo importante: la gente está dispuesta a aceptar límites al consumo si se enmarcan en una visión más amplia y significativa. En la izquierda asumimos muy a menudo que la gente no aceptará ningún tipo de restricción material. Pero eso no es cierto. Lo que importa es el mensaje. Si ofrecemos a las personas una visión coherente de la libertad, la dignidad, la democracia económica y un planeta habitable, podemos luchar por la transformación. El desafío es crear esa narrativa de una manera emocional y moralmente convincente.
Por supuesto, para que el decrecimiento sea justo, debemos asegurarnos de que se satisfagan las necesidades básicas. Ahí es donde entra en juego la garantía de empleo público. Nos permitiría reorientar el trabajo de los sectores perjudiciales a los beneficiosos, con salarios dignos y democracia laboral. Esa es la diferencia entre una transición ecosocialista y una austeridad autoritaria.
MDS: Eso me hace pensar en cómo construir una alternativa socialista verdaderamente democrática. Especialmente en el Norte Global, ¿cómo convencemos a la clase obrera de que este futuro —basado en la solidaridad global, los límites y la justicia— es, como usted dijo, mejor que el que tienen ahora?
Es una pregunta crucial. Debemos ayudar a la gente a entender que la abundancia consumista en el Norte se basa en el intercambio desigual, en la explotación de la mano de obra y los recursos del Sur Global. La moda rápida, los electrónicos baratos, el recambio frecuente de productos, todo depende de un sistema global de apropiación. Pero lo más importante es que debemos mostrar que la clase obrera en el Norte en realidad no sale ganando con este sistema. Lo que han ganado en bienes de consumo baratos, lo han perdido en agencia política, autonomía y libertad colectiva. Se han abandonado sus reivindicaciones de desmercantilización, democracia en el lugar de trabajo y control de la producción.
El capital ha utilizado importaciones baratas para pacificar la disidencia de la clase obrera, al tiempo que consolida su propio poder. Así que el verdadero premio para la clase trabajadora no es otro iPhone, sino la democracia, la dignidad y un futuro vivible. Debemos reavivar esa visión, basada en intereses compartidos con el Sur Global. La clave es enmarcar la transformación ecosocialista no como una pérdida, sino como una liberación — de la explotación, la precariedad y el colapso ecológico. Y es ahí donde la solidaridad se vuelve real: no la caridad, no la ayuda al desarrollo, sino la lucha compartida por un mundo mejor.
MDS: Exactamente. Esa es la tensión que veo. Las élites de occidente son claramente las principales culpables del imperialismo y la destrucción ecológica. Pero en países como Noruega, la clase obrera también se beneficia materialmente del intercambio desigual — nuestro estado de bienestar está financiado por las rentas del petróleo, las importaciones baratas y el extractivismo global. ¿Cómo podemos fomentar la solidaridad antiimperialista en esas condiciones? ¿Cómo apoyamos el cambio revolucionario en el Sur mientras movilizamos al Norte?
Es un reto esencial y complejo. En primer lugar, hay que reconocer que el panorama ha cambiado desde la década de 1960. En aquel entonces, muchos líderes del Sur Global llegaron al poder a través de movimientos anticoloniales de masas. Tenían mandatos para la transformación socialista. Pero con el tiempo, esos movimientos fueron reprimidos, cooptados o derrocados, a menudo con el respaldo de Occidente, y reemplazados por élites colaboracionistas que se benefician del actual acuerdo imperial. Estas élites no están interesadas en la liberación. Están alineadas con el capital global, incluso si sus propias poblaciones sufren. Por eso los movimientos emancipatorios actuales del Sur deben enfrentarse no solo al imperialismo occidental sino también a sus propias clases gobernantes.
Aquí es donde entra en juego la liberación nacional. No es una cuestión de ayuda o desarrollo; se trata de soberanía política y poder colectivo. Las fuerzas progresistas occidentales deben apoyar estos movimientos — no mediante la caridad, sino mediante la solidaridad. Eso significa romper con la lógica del complejo del desarrollo industrial y respaldar las revoluciones de base que buscan recuperar el control sobre los recursos, la producción y la gobernanza. Tiene razón: la clase obrera del Norte de alguna manera se beneficia materialmente. Pero también están profundamente privados de poder. Tienen bienes de consumo baratos, pero no tienen control democrático de la producción. El capital ha utilizado el intercambio desigual para comprar las demandas de autonomía y dignidad. Así que la clase obrera en realidad no gana. Se les ofrecen ilusiones de prosperidad, mientras se erosionan sus derechos y libertades fundamentales.
Necesitamos una estrategia de doble frente. En el Sur Global: movimientos de liberación nacional que desmantelen la dependencia neocolonial. En el Norte Global: movimientos que exijan el control democrático sobre la producción y las finanzas. Con ambos juntos, ese es el camino para acabar con el capitalismo. No es opcional — es una necesidad existencial.
DK: Eso tiene sentido, pero plantea un verdadero problema de calendario político. Si la liberación nacional en el Sur corta los flujos de valor hacia el núcleo, eso desencadenaría inflación, escasez y una contrarreacción política. ¿Estarán los movimientos de la clase trabajadora en el Norte preparados para responder con la suficiente rapidez — con inversión pública, protección social y una nueva visión? ¿O será la extrema derecha la que llegue primero?
Ese es el peligro crucial. Si no nos preparamos, podríamos ver un resultado muy nefasto. Imagine un escenario en el que el Sur Global logre desvincularse, ya sea a través de la Iniciativa de la Franja y la Ruta de China, de bloques regionales de comercio u otros medios. Eso corta los flujos de mano de obra barata, de recursos y ganancias hacia el núcleo imperial. De repente, el consumo en el Norte se contrae. Si la izquierda no tiene ya preparado un plan poscapitalista coherente, el capital actuará para preservar su dominio. ¿Y eso, cómo sería eso? Fascismo. Aplastando la mano de obra local, bajando los salarios nacionales, reprimiendo la disidencia. Ese es el camino para el que creo que Trump se está preparando, no porque tenga un plan claro, sino porque lo exige la lógica del declive del imperio.
Es por eso que debemos presentar un camino alternativo real. La buena noticia es que tenemos los datos. La investigación muestra que podemos mantener o incluso mejorar los niveles de vida en los países del Norte con niveles mucho más bajos de uso de energía y recursos. Pero eso requiere desmercantilizar los servicios clave — vivienda, transporte, salud, educación — para proteger a las personas de la inflación y asegurar el bienestar desvinculado de las dependencias del mercado. Esta es la tarea de la izquierda: asegurarse de que el colapso del consumo imperial no se convierta en una puerta de entrada al autoritarismo, sino en un trampolín hacia la democracia y la liberación.
DK: Eso nos lleva a una cuestión clave: la organización política. Creo que todos estamos de acuerdo en que la protesta por sí sola ya no es suficiente. Vimos enormes movilizaciones en la última década —Fridays for Future, Extinction Rebellion— pero no resultaron en un cambio real. ¿Qué vendrá después?
Exactamente. La cultura de protesta de la última década, aunque increíblemente energizante, se ha topado con un muro. Las manifestaciones masivas por el clima llevaron a millones de personas a las calles. Por un momento, pareció que la clase política tendría que responder. Pero no lo hicieron. No cambió nada sustancial.
Ahora estamos en un momento de ajuste de cuentas. La gente se siente desilusionada porque se da cuenta de que estas acciones no fueron suficientes. La energía se disipa y el sistema permanece intacto. Por eso creo que hay que volver a algo de lo que muchos se han resistido a hablar: el partido. No se trata de los partidos tradicionales que operan dentro de los confines de las instituciones liberales, sino de los partidos de masas de la clase trabajadora, vehículos para construir poder real. Estos deben estar arraigados en los sindicatos, las comunidades y las organizaciones populares. Deben operar con democracia interna, pero también con coherencia estratégica. Eso puede significar un retorno a algo como el centralismo democrático, que demostró ser más efectivo que el horizontalismo para lograr un cambio estructural.
FT: Eso impacta profundamente. Gran parte de nosotros y nosotras, de nuestra generación vimos el auge y la caída del "movimiento de movimientos". Creíamos en el horizontalismo — en las asambleas, la autonomía, el consenso. Pero con el tiempo, se hizo evidente que estas formas no eran lo suficientemente duraderas o efectivas para enfrentarse al capital. Se podían reprimir o neutralizar fácilmente. Ahora nos enfrentamos a una crisis de desmovilización masiva, especialmente entre la clase trabajadora. Después de décadas de ataques neoliberales, los sindicatos y las organizaciones laborales han sido vaciadas o cooptadas. Pero al mismo tiempo, las promesas de la socialdemocracia están claramente muertas. El capital ya no comparte nada con la clase obrera. Así que el viejo trato terminó, y la gran pregunta es: ¿cómo seguimos ahora?
Esa es la pregunta del siglo, y comienza con tener claridad sobre por qué debería luchar el movimiento obrero. Actualmente, muchos sindicatos están atrapados en una postura defensiva: intentando preservar los empleos alineándose con el capital, con la esperanza de que el crecimiento repercuta en sus afiliados y afiliadas y los mantenga a flote. Pero esta lógica es una trampa. Es vergonzoso, francamente, que los sindicatos en 2025 sigan viendo el crecimiento capitalista como la solución a la precariedad de la clase trabajadora.
Necesitamos ir más allá de las luchas salariales y reivindicaciones en el lugar de trabajo, y recuperar las aspiraciones transformadoras del movimiento obrero. Eso significa luchar por garantías públicas de empleo, por servicios públicos universales, por el control democrático de la producción. Los sindicatos deben estar a la vanguardia de la transición ecológica, no ser un obstáculo para ella. Deben romper con la lógica del capital y alinearse con los intereses más amplios de la humanidad y el planeta. Imagine: podemos sacar a cientos de miles de personas a las calles por demandas salariales. Pero ¿por qué no ir más allá? ¿Por qué no exigir la desmercantilización de la educación superior o el control de la clase obrera sobre la industria? Tenemos las multitudes. Tenemos el poder. Lo que necesitamos es la visión política.
MDS: Quiero profundizar en eso. Si nos tomamos en serio la reconstrucción de los partidos de masas, ¿cómo nos aseguramos de que tengan una perspectiva internacionalista? La extrema derecha no tiene problemas para organizarse más allá de las fronteras. Ella colabora. Ella elabora estrategias a nivel global. Pero la izquierda a menudo se restringe a marcos nacionales — especialmente en lugares como Noruega, donde la gente tiende a centrarse solo en proteger el estado de bienestar. ¿Cómo nos organizamos a nivel transnacional, especialmente en las cadenas de suministro globales, donde ocurre realmente la mayor parte de la explotación laboral del mundo?
Ese es un aspecto clave. El imaginario político de la izquierda sigue estando limitado en gran medida por el estado-nación, pero el capital es global. Las cadenas de suministro son globales. El fascismo es cada vez más global. Nuestra respuesta también debe serlo.
Deberíamos organizarnos a lo largo de las líneas de la cadena de suministro, coordinando huelgas y campañas no solo dentro de los países, sino traspasando fronteras. La mano de obra del Sur Global, especialmente las mujeres en las fábricas y los sectores agrícolas, son el pilar de la economía mundial. Si fomentamos la solidaridad entre ellas y las fuerzas obreras del norte — basada en luchas compartidas en lugar de lástima o caridad — podemos desestabilizar el sistema de raíz. Imagine el poder de las acciones coordinadas en todos los nodos de producción — desde Bangladesh hasta Alemania, desde México hasta Noruega. Ese es el nivel de visión estratégica que debemos desarrollar. No solo es posible, es necesario, y comienza con la reconstrucción de las instituciones internacionalistas del poder de la clase trabajadora.
FT: Sí, y para que quede claro: nuestros movimientos se enfrentan a una importante cuestión generacional. Hemos visto olas de movilización colapsar, una y otra vez. Las formas tradicionales ya no funcionan. Pero, ¿cómo reconstituir la organización bajo las condiciones actuales, cuando la clase trabajadora parece desmovilizada y las instituciones de la izquierda siguen capturadas por el liberalismo?
Es cierto. Hemos pasado por un largo proceso de desorientación. El ataque neoliberal desmanteló la infraestructura organizativa de la clase trabajadora — sus partidos, sus sindicatos, sus plataformas mediáticas. Así que no partimos de cero, pero partimos de una posición mucho más vulnerable, y tiene razón: muchas instituciones que aún existen están atrapadas en una mentalidad defensiva. Se aferran a promesas socialdemócratas que ya no se sostienen. El capital ya no necesita hacer concesiones. No ofrece nada a la clase trabajadora, ni siquiera estabilidad.
El reto es reconstruir — no solo reaccionar. Necesitamos un nuevo paradigma organizativo. Eso significa claridad, disciplina, visión a largo plazo. Significa ser abiertamente político. Y sí, probablemente signifique un regreso a los partidos de masas — pero arraigados en las condiciones contemporáneas, aprendiendo tanto de las fortalezas como de los errores del pasado.
DK: Eso me recuerda algo de una generación anterior. En los Países Bajos, a finales de la década de 1970 y principios de la de 1980, tuvimos movimientos horizontalistas masivos de okupas — decenas de miles de personas dispuestas a tomar las calles, ocupar edificios y resistir físicamente la represión policial. Fue revolucionario en cuanto a la energía, aunque no siempre en cuanto a la estrategia. Pero no teníamos una estructura de partido. Y finalmente, el Estado respondió con una represión brutal y una represión política transversal de todos los partidos. El movimiento fue desmantelado y, en pocos años, los Países Bajos se convirtieron en una de las primeras democracias neoliberales de "tercera vía". Esta historia es una advertencia.
Exactamente. Hemos visto este patrón una y otra vez. El horizontalismo es ideal para movilizar a la gente rápidamente, para crear momentos de imaginario radical. Pero no es suficiente. Cuando llega el momento de la verdad, desaparece por completo. Necesitamos estructuras duraderas — organizaciones capaces de mantenerse firmes, impulsar demandas y tomar el poder. Debemos aprender de los fracasos del pasado, pero también recuperar las fortalezas del pasado. Organización, disciplina, claridad de visión — no son autoritarios. Son necesarios. Si no creamos vehículos que puedan llevar adelante la lucha, estamos dejando el campo abierto para la reacción autoritaria.
FT: Finalmente, para volver al punto de partida, este es realmente un momento de bifurcación, ¿verdad? Como solía decir Immanuel Wallerstein, los sistemas mundo acaban por llegar a puntos donde sus caminos se bifurcan. O encontramos un camino hacia adelante a través de la transformación, o entramos en una espiral de fragmentación, represión y colapso ecológico.
Exactamente. Eso es lo que hace que este momento sea tan serio. Incluso si la extrema derecha no es totalmente consciente de para qué se está preparando, la lógica del declive global nos está empujando en esa dirección. A medida que el núcleo imperial pierda el acceso a la mano de obra y los recursos baratos, la clase dominante responderá replegándose sobre sí misma, aplastando la mano de obra interna y militarizando la sociedad. Vemos que esto ya está sucediendo, y si la izquierda no ofrece una alternativa — una visión poscapitalista arraigada en la justicia, la democracia y la estabilidad ecológica — entonces el capital gestionará la transición a través de la violencia y la represión.
Pero tenemos una oportunidad. Sabemos que las necesidades humanas pueden satisfacerse con una producción de energía y materiales mucho menor. Podemos instalar servicios públicos universales. Podemos estabilizar los precios sin crecimiento. Podemos reorganizar la producción para que sirva a la vida y no a las ganancias. Esa es la visión por la que debemos luchar. No de manera abstracta, ni en algún día lejano, sino ahora mismo. Porque el mundo en el que podríamos vivir todavía es posible, pero se nos está escapando.