No somos los amos de la creación. Ni los dueños de este planeta. Mientras sigamos considerando que nuestra existencia se nutre del poder sobre otros —otras especies, otros seres humanos— seguiremos el camino que lleva a la nada, al olvido. Nada estará a salvo cuando los océanos inunden ciudades o desaparezcan islas que hoy todavía refugian biodiversidad y culturas (humanas y animales) que son clave para el equilibrio vital en la Tierra. El hambre y el calor no solamente matarán gente en todo el mundo, van a eliminar sabiduría y capacidades agrícolas que tomaron decenas de generaciones en desarrollarse. Sistemas de la vida que han evolucionado a través de los siglos se desvanecerán, empobreciendo a la humanidad de manera irreparable.
En esta antesala de la muerte nadie debería tratar de imponer su voluntad sobre los otros. Ni mucho menos ceñir el futuro de nuestros descendientes a un conflicto nuclear que muy posiblemente llevaría a nuestra extinción más rápidamente que el cambio climático. La polaridad, un ejercicio de poder político en todas sus variantes, tensa la realidad de regiones y de pequeñas naciones que no siempre pueden resistir las imposiciones de los centros de vida política y económica de nuestro tiempo.
Durante algo más de cien años hemos vivido atados a los designios de gobiernos, dictadores y democracias formales en su constante esfuerzo para dominar el mundo por distintas razones. Las tensiones económicas y la destrucción bélica, frutos de diferentes pulsiones por la hegemonía en nuestro mundo, contribuyen a construir hoy un escenario catastrófico. Vivimos ya en un estado de guerra permanente, general, que afecta lo mismo a ciudades prósperas como Berlín que a los miles de seres humanos que pierden la esperanza y tienen que cruzar desiertos y mares todos los días buscando cobijo y pan para sus familias.
Ningún estado debería por ello tener poder sobre otros. Ni militar ni político económico. El dominio de lo que se es debería, ser un flujo constante de la gente hacia sus funcionarios hacia quienes les dieron el “mandato” de ser autoridades, no el reflejo de las ambiciones de elites empeñadas en producir solamente eso que llaman “riqueza”.
No importa si es por la vía democrática o por medios menos ambiguos, la política de este siglo debería caminar hacia un rumbo distinto. Luego de décadas de mortandad y envenenamiento de nuestra casa común, es evidente que las diversas formas del poder político global carecen de soluciones para los problemas que han ido creando.
Vivimos hasta hace pocas décadas la tensión estéril de la Guerra Fría, y la bipolaridad surgida de la Segunda Guerra Mundial. Entonces la sombra de la destrucción global, no detuvo a las potencias de todos los signos de actuar como lo hicieron en su afán de mantener y extender sus “esferas de influencia”. Hace poco que se escucha desde nuestras pequeñas regiones los cantos de sirena de la multipolaridad, que no es sino que una nueva forma de repartirse el dominio, no una solución que permita a la vida florecer. Las dramáticas migraciones que se producen en África y el Oriente Medio son prueba de ello, en las grietas de esas divisiones ideológicas del planeta perecen a diario niños, mujeres y hombres jóvenes buscando cómo escapar del hambre y otros efectos de las grandes peleas globales.
Países pequeños como Bolivia quedan atenazados por las fuerzas en pugna. Y eso quiebra proyectos sociales, anhelos colectivos. Es por ello que deberíamos abogar más bien por el fin de la polaridad, desechando ideales que no nos han ayudado a preservar nada y, más bien, viven de la explotación de todo a su alrededor.
Dicho en el habla de la tierra: no queremos capataces, no los necesitamos. Y sabemos bien lo que hace el ejercicio de la geopolítica, lo vivimos y morimos como humanidad. No esta muy lejos en nuestra historia el horror de la Segunda Guerra Mundial justificado en la lucha de un pretendido “espacio vital” y un discurso de supremacía racial, la geopolítica es así, justifica, el mismo horror en Vietnam que en Grenada o Bosnia, la guerra o cualquier agresión política y económica termina con las esperanzas de millones. Es hora de decir basta a las invasiones, a los embargos, a los bloqueos insensatos. En vez de dividir el mundo según los poderes fácticos y sus concepciones del mundo ya decadentes, deberíamos valorar la fraternidad, herencia recibida de tantos textos sagrados, de la Revolución Francesa y de nuestros ancestros en muchos rincones de la Tierra. Seamos iguales entonces, no en la abstracción violenta de los votos y los dineros, sino en el respeto mutuo y el afecto real por los que no son como nosotros.
Las organizaciones de los estados deberían garantizar que ningún gobierno o facción militar agreda a otro grupo de seres humanos, sin importar su tamaño, su forma de gobierno o su capacidad económica. Pero es es complejo cuando hay instancias de decisión como el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en el que cinco países pueden vetar las resoluciones o delinear las formas de relación político militares de todo nuestro planeta, sin preguntarle a los demás lo que necesitamos o, peor aún, lo que deseamos. Los abusos que emergen de la capacidad de destruir tienen que ser eliminados, ni la capacidad de destrucción ni las cantidades demográficas los justifican.
Si todo esto significa que tendremos que deponer y destruir todas las armas, que así sea. Tal vez de esa manera se haga más evidente que no tenemos que "defendernos" atacando o protegernos de enemigos a miles de kilómetros de nosotros. Detrás de nuestro presente se acumulan muertos, esclavos, tierras desoladas que aún así podrían dar sustento al desarme, a la negación de todo poder que subyuga naciones y países cotidianamente.
También tiene que ser claro que no se consigue un equilibrio político a ningún nivel ensuciando al otro. Criminalizar al oponente es quizá una de las acciones más nocivas que pueden existir: las acusaciones no igualan a un político corrupto con otro de su calaña pero de diferente signo. Nuestros crímenes no pueden ser la salvación de nuestros oponentes.
Es evidente que hacer tabla rasa con la bipolaridad o la multipolaridad no convertirá a todos los estados de hoy en pares, la igualdad no es nada más un orden del día. Es un comienzo. La historia de los últimos siglos explica cómo todas las grandes potencias del mundo actual tienen una deuda con nosotros, los países más jóvenes y más pobres. Son lo que son, gracias a nosotros, que nunca tuvimos la posibilidad de negarnos a ser colonizados o sufrir el expolio que hoy nos lesiona todavía.
Atender dicha deuda es tan importante como acabar con esa carga de dominio que llaman polaridad. Aprender del poder liberador del respeto puede ser una tarea para las nuevas generaciones, que dejarían atrás el pavor que inspiran los que no son como nosotros, los que piensan o los que sienten y sueñan de manera distinta. Tal vez así no solamente detengamos el saqueo o la explotación, también comenzaremos a redistribuir la riqueza o a compensar a los viejos súbditos por la ambición de sus amos.
Por eso es que hay que pensar todo de nuevo. Somos tal vez la única forma de vida que puede reflexionar sobre nuestro propósito en este planeta. Pero pensarnos como superiores no otorga derecho a consumirlo todo, o a ejercer dominio sobre nada ni nadie. Aún no sabemos para qué estamos aquí, no conocemos el por qué de nuestra existencia.Entonces un mundo distinto, soñado y luchado por tantos durante los siglos más recientes, no puede surgir del poder sobre los otros o la amenaza de su destrucción.
Es cierto que las posibilidades de ser han crecido, aunque quizá no tanto como podrían. El matrimonio igualitario y los derechos colectivos —sobre territorios o culturas— son buenos ejemplos de que nuestras posibilidades de convivencia y de creación se extienden tanto como queramos. Es decir que ya no somos la especie que tolera la segregación brutal y sin motivo, aunque en lugares como Palestina aún es un fenómeno cotidiano: podemos crecer y madurar sin duda, nada más habría que dejar de pensarnos dueños, amos, señores de la creación mientras asfixiamos al planeta. Ya no es posible aguardar por los líderes y guías que nuestra especie requiere para ir al alcance de ese mito llamado "progreso": desde ningún signo político de hoy es pensable alcanzarlo.
Esos conceptos absolutos —como el de "justicia"— son más bien muy relativos o ideales inexistentes. Sin embargo, que la justicia sea una abstracción inexistente no habilita a nadie a cometer crímenes o a abusar de sus vecinos. Tenemos que abandonar el principio de que en la "polaridad" del presente la culpa es siempre del otro.
Este tiempo de emergencias constantes, de guerras inauditas, sigue siendo un tiempo de altos contrastes. Mientras una porción cualquiera de la humanidad se preocupa por el uso del tiempo y las tecnologías más avanzadas, 2,400 millones de pobres siguen cocinando con leña y muchos más aún dependen de la vida silvestre para su supervivencia. El plástico afecta ya a todos los sistemas de la vida de nuestro planeta; nuestros pequeños maman ya leche con plástico de sus jóvenes madres.
Tenemos que ser iguales de nuevo, lo mismo en el centro de Europa que en las sabanas empobrecidas del continente africano, si queremos salvarnos y dejar fluir la vida. Tenemos que abandonar esa imagen cartesiana de una máquina poderosa que produce todo para nuestro beneficio porque el riesgo es para la vida en sí, no nada más para una humanidad desigual y todavía, por fortuna, heterogénea.
Tal vez conteniendo la ambición y acabando con relaciones de polaridad (lo mismo con uno que con dos o con muchos polos de dominio político), podremos comenzar a soñar un mundo distinto al que tenemos. Por eso, dejaremos atrás la polaridad y sus desigualdades inherentes de todo tipo. Trabajaremos con calma, juntos, en una forma de relación que nos incluya a todos, que nos eduque para entender y apreciar todo lo que es humano —quizá eso es el verdadero significado de "Naciones Unidas" y la base de una nueva forma de relacionarnos en tiempos de peligro. Entonces podremos ver a lo lejos que nuestro horizonte es un mundo posible en el que todos tendremos lugar para crear y convivir.
¿O es que nos da tanto miedo ser iguales de una vez y para siempre?
Rogelio Mayta Mayta es el Ministro de Relaciones Exteriores de Bolivia.