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Esta tierra es nuestra tierra

El Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra de Brasil resurgió más fuerte que nunca durante el dominio de la derecha.
El MST (Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra), el movimiento social más grande de Brasil, lucha por la redistribución de tierras mediante la ocupación de terrenos de cultivo no utilizados, con el respaldo de los derechos constitucionales. Su emblemática gorra roja se convirtió en un símbolo de resistencia durante la presidencia de Bolsonaro. Hoy, el MST navega las tensiones políticas, impulsando la reforma agraria mientras resiste la reacción violenta de la agroindustria y de las fuerzas conservadoras.

Si en 2021 o 2022 ibas a un restaurante de moda en São Paulo, probablemente veías la gorra roja. Si ibas a Mamba Negra, el rave clandestino con DJs visitantes de Berlín, o ibas a suficientes inauguraciones de galerías de arte —en resumen, si te relacionabas con la élite cultural progresista del país—probablemente veías la gorra roja.

La gorra en cuestión es una gorra escarlata de béisbol que muestra a un hombre y una mujer que emergen de un mapa verde de Brasil. El hombre levanta un machete por encima de su cabeza —listo para atender los cultivos o, si prefieres, para ir a batalla—. La imagen ha sido el logotipo del Movimento dos Trabalhadores Rurais Sem Terra (MST) de Brasil, conocido en español como el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra, desde poco después de su fundación en 1984.

El MST impulsa la redistribución de tierras mediante la ocupación de parcelas controladas por lxs élites tradicionales del país o por capitalistxs emprendedores que se benefician de los auges agrícolas. El grupo depende de un artículo de la Constitución brasileña que establece que la tierra debe cumplir una “función social”. Si sus miembrxs consideran que la tierra es improductiva o está siendo mal utilizada, establecen un campamento y luchan por el reconocimiento legal de sus asentamientos. A lo largo de cuatro décadas, el MST se ha vuelto el movimiento social más grande de América Latina y, quizás, del mundo. Está conformado por aproximadamente 2 millones de personxs de todo el país y el grupo ha sido una presencia constante en la izquierda radical de la política brasileña.

Durante la presidencia de Jair Bolsonaro, de 2019 a 2023, la popularidad de la gorra roja creció. Casi todxs lxs miembrxs del MST provienen de los sectores marginados de la sociedad, de la pobreza, y casi todas sus actividades son rurales; sin embargo, lxs chicxs de la ciudad usaban su indumentaria. "No, hermanita", escribió alguien en un tuit. "Esa gorra se ha convertido en un accesorio para usar en las discotecas". El Departamento de Comunicaciones del MST respondió a la publicación viral con un comunicado de prensa: "La reforma agraria requiere del apoyo de toda la sociedad". El MST estaba orgulloso de que la gente usara sus símbolos. "¡Pero no lo olviden!", continuaba el comunicado. "También debemos comprometernos a apoyar al pueblo en su lucha".

La proliferación de la gorra fue, de hecho, el resultado de un plan cuidadosamente trazado para forjar vínculos entre el MST y fuerzas más amplias de la sociedad, durante un período que fue peligroso para la izquierda brasileña. La administración de Bolsonaro dirigió la destrucción desenfrenada de la selva, promovió la posesión de armas en el país y fue explícitamente hostil hacia el MST. (El ministro de Medio Ambiente de Bolsonaro publicó un panfleto que sugería que un paquete de balas era la solución tanto para el Movimiento de lxs jabalíes como para el Movimiento de lxs Trabajadores Rurales Sin Tierra). Durante su presidencia, el MST optó por desacelerar la ocupación de tierras para proteger a sus miembrxs. Entretanto, hizo una alianza táctica con elementos progresistas de la burguesía urbana y usó sus campamentos existentes para convertirse en un importante productor de alimentos orgánicos. La estrategia funcionó: al vender ropa radical a los ricos y ayudar a alimentar a los pobres, el MST ganó apoyo en las ciudades.

Quizás no haya una organización con mejor reputación entre la gente de izquierda del mundo que el MST. Sus fans dirán que el grupo ha logrado victorias que eluden a lxs movimientxs progresistxs en otros lugares: mantiene una postura radical, presiona por la revolución a largo plazo mientras, a corto plazo, suministra hogares e ingresos a personxs de clase trabajadora de Brasil; se adaptó a condiciones cambiantes sin sufrir grandes cismas; y luchó para que Luiz Inácio Lula da Silva, expresidente y actual presidente de Brasil, saliera de prisión en 2019 y retomara el poder, todo mientras mantenía su independencia del bando dominante, del Partido de lxs Trabajadores. "El MST, como movimiento político y social, nos ha inspirado mucho", me dijo Enzo Camacho, de ALPAS Pilipinas, un grupo que trabaja para organizar la diáspora filipina en Berlín. Belén Díaz, socióloga e integrante del colectivo feminista de izquierda Bloque Latinoamericano Berlín, lo expresó de manera más directa: "El Movimiento de lxs Trabajadores Rurales Sin Tierra es el movimiento social más respetado del mundo".

En octubre de 2022, el Partido de lxs Trabajadores recuperó las llaves del palacio presidencial y, pese a un intento de golpe de Estado —similar al del 6 de enero— por parte de Bolsonaro y sus partidarixs, Lula se instaló allí el año siguiente. Con la democracia asegurada y lxs reaccionarixs lejos del poder ejecutivo, el MST pasó a una postura ofensiva: de nuevo comenzó a apoderarse de tierras no cultivadas y a ocupar fincas ilegales. El hecho de que el movimiento retomara su proceder pre-Bolsonaro pareció sorprender a la administración de Lula, y generó cierta atención mediática. En 2023, un titular del New York Times rezaba: “Si no usas tus tierras, estos marxistas pueden quitártela".

Aunque Bolsonaro perdió en 2022, su Partido Liberal ganó el bloque más grande en el Congreso. Lula debe trabajar con las fuerzas de derecha financiadas por terratenientes pudientes y agroindustriales rapaces para que su administración no corra el riesgo de un juicio político o sufra abusos del sistema legal —como las cruzadas que derrocaron a Dilma Rousseff, la anterior presidenta de izquierda, en 2016, y pusieron tras rejas al mismo Lula en 2018—. El movimiento bolsonarista también ha seguido usando su poder, dentro de las instituciones oficiales y en el terreno, para atacar al MST. Si quiere cumplir con sus miembrxs en un país de proporciones continentales, el MST debe navegar con agilidad entre esas poderosas fuerzas contradictorias. Por un lado, se le pide que sirva como modelo para lxs organizaciones de izquierda de todo el mundo. Por el otro, las fuerzas de reacción nacional permanecen empeñadas en su exterminio.

En 2023, el primer año de este mandato de Lula, asistí a la cuarta Feria Nacional de la Reforma Agraria del MST en São Paulo, celebrada para presentar tanto a sus miembrxs como a sus productos. Fue la celebración de una organización que, aunque resulte sorprendente, parecía haber surgido de los años de Bolsonaro aún más fuerte que antes. Gilmar Mauro, miembro de la dirección nacional desde hace muchos años, le dijo a la prensa allí reunida que tendría que acostumbrarse a que el MST hubiera vuelto a la presión activa. "Tenemos que dejar de lado esta idea de que hay un MST bueno y un MST malo, o que el MST del pasado no es el MST del presente", dijo Mauro. "Si les gusta nuestra comida, si les gustan nuestro arroz orgánico, nuestra mantequilla y nuestras obras por los hambrientos de las ciudades, entonces tienen que entender que todo lo que tenemos llegó gracias a la ocupación".

Mauro y yo nos reunimos después en las oficinas de la Secretaría Nacional en São Paulo, junto a la tienda donde el MST vende sus gorras rojas en pilas. Nos sentamos en los extremos opuestos de una gran mesa de madera, que está rodeada de una pequeña biblioteca de libros en portugués, español e inglés. No es solo el bronceado rojo oscuro de Mauro, visible hasta donde lo cortan las mangas de una camisa azul desteñida, lo que lo delata como agricultor. Habla con el acento redondeado que es común en la región interior agrícola de Brasil. Proviene de una familia de agricultores sin tierra, y ascendió en el movimiento durante décadas hasta convertirse en uno de sus líderes públicos. Lxs académicxs de Estados Unidos o Europa que leen mucho a Antonio Gramsci podrían llamar a Mauro un "intelectual orgánico", alguien que proviene de la clase cuyos intereses defiende. Quienes integran el MST también podrían llamarlo así, porque también leen mucho a Gramsci en sus programas de educación política.

Si bien es difícil obtener cifras precisas, cientos de miles de familias pertenecen al MST. Algunas viven en fincas legalizadas (assentamentos o asentamientos) o en tierras ocupadas (acampamentos o campamentos) que esperan el reconocimiento por parte de las autoridades de la reforma agraria, y algunas son militantes a tiempo completo (activistxs o militantes, como prefieras). Esparcidxs por un país que tiene dos veces el tamaño de la Unión Europea, afinan las decisiones en chats grupales y en reuniones periódicas que requieren largos viajes en autobús. Mauro atribuye la resiliencia del movimiento a su estructura organizacional. Los "lineamientos políticos" se deciden democráticamente y, una vez que se toma una decisión, todo el mundo la adopta, incluso aquellxs a los que nunca les gustó la idea. Parafraseando a la teórica marxista Rosa Luxemburgo, Mauro explicó: "Es mucho mejor para todxs nosotrxs discutir, planificar y cometer un error de manera colectiva a que cada uno haga lo correcto de manera individual".

Era casi el atardecer, pero Mauro bebió una cantidad alarmante de café negro mientras hablábamos. En la pared, a su izquierda, había una foto del revolucionario mexicano Emiliano Zapata, y a su derecha, una foto del MST marchando en contra del encarcelamiento de Lula en 2018. Afuera, una gran foto del defensor de los derechos indígenas Bruno Pereira con mi amigo Dom Phillips, un periodista británico, colgaba de una pared. Lxs asesinaron cuando trabajaban juntxs en la Amazonía en 2022, en represalia por la obra de Pereira, quien defendía a las tribus de las invasiones ilegales de tierras. Ese es el tipo de violencia que también acecha al MST.

Jocelda Ivone de Oliveira, de 42 años, hace todo lo posible para mantenerse al día con los acontecimientos nacionales y geopolíticos. Vive en el estado de Paraná, en uno de los campamentos del movimiento, y sigue los debates del MST a través de su teléfono. En ocasiones va a la capital local, Curitiba, para asistir a una reunión. Pero la mayoría de su tiempo lo dedica a los asuntos cotidianos en su hogar, en lo profundo del territorio agrícola de Brasil. De Oliveira forma parte de la dirección de coordinación de su campamento, donde viven y trabajan la tierra más de 1000 personxs.

Me tomó unas horas llegar hasta ese sitio desde la ciudad más cercana. Tuve que zigzaguear y dar tumbos por calles de tierra rojiza entre altos eucaliptos. Pero el horizonte se abrió después de que entré al campamento, y me encaminé hacia una pequeña aldea, donde docenas de pequeños edificios se agrupaban alrededor de una intersección. Lxs lugareñxs me llevaron a la choza verde que construyeron para los visitantes —me hospedaría allí con algunxs maestrxs— y luego vino De Oliveira para llevarme a la escuela.

"Todos los días me levanto, preparo el desayuno, cuido a mi familia y nos encargamos del campamento", me dijo. "Pero todos los días me preocupa que nos obliguen a dejar esta tierra, que el gobierno nos eche y, una vez más, no sepamos qué hacer con nuestro futuro".

De Oliveira y yo subimos una colina hasta llegar a la escuela del campamento; ahora forma parte del sistema nacional de educación pública, lo que le da acceso a recursos estatales. Ese día, funcionarixs gubernamentales del distrito escolar local estaban de visita, y lxs militantes que trabajaban en el Sector de Educación del MST les sirvieron pastel y café dulce mientras ellxs inspeccionaban las nuevas computadoras en el laboratorio de informática. Calle abajo, el pequeño Mercado Che Guevara, decorado con una pintura del revolucionario argentino, estaba a punto de cerrar, y el bar del otro lado de la calle estaba a punto de abrir. En los dos se podía comprar comida producida localmente, así como artículos de producción masiva traídos de la ciudad.

Los campamentos tienen una estructura organizacional compleja. De manera ideal, las responsabilidades se asignan basándose en las habilidades. El Sector de Disciplina hace cumplir las reglas; la violencia doméstica y el maltrato infantil, por ejemplo, resultan en la expulsión automática. El consumo de drogas está prohibido, más que todo para proteger a los campamentos contra acusaciones de tráfico o de actividades criminales. El MST requiere que al menos el 50 por ciento de lxs integrantes de su dirección nacional sean mujeres, pero en los campamentos, el porcentaje suele ser mayor.

El MST también asigna tareas políticas. Lula estuvo encarcelado en Curitiba, y durante cada uno de los 580 días que pasó tras las rejas, el MST envió a sus miembrxs para que se parasen frente a la prisión, exigiendo su liberación. (En 2021, la Corte Suprema desestimó los cargos de corrupción en su contra.) Durante la vigilia, el MST instituyó entrenamiento ideológico en el lugar, y psiquiatras ofrecieron terapia gratuita a lxs militantes y familias que acampaban allí.

Gran cantidad de miembrxs del MST se deleitan ante la oportunidad de ir a la ciudad para participar en las actividades del movimiento. Otrxs, acostumbradxs a la vida tranquila, se resisten. Pero el campamento tiene una estructura colectiva, y algunas tareas no son opcionales. "Técnicamente, nadie está obligado a hacer nada", bromeó un profesor de geografía que enseña en la secundaria llamado Roberto Soares, mientras sus estudiantes terminaban una cena gratuita de pollo y polenta servida después de clases. "Así como nadie está obligado a vivir en un campamento y a ser parte del MST".

Aunque el grupo ha estado aquí largo tiempo y ha formado conexiones profundas con la comunidad local, De Oliveira tiene motivos para preocuparse. Paraná es un puesto importante de avanzada del bolsonarismo. No es solo que la agroindustria privada sea fuerte y los votantes sean conservadores. Paraná fue el centro de la cruzada anticorrupción —respaldada por Estados Unidos y ahora desacreditada— que persiguió al Partido de lxs Trabajadores durante años. El juez que envió a Lula a prisión, y quien según la Corte Suprema no actuó con imparcialidad, se unió de inmediato al Gobierno de Bolsonaro en 2019. Ahora representa al estado de Paraná como senador. Sobrevivir aquí ha requerido una danza delicada y cautelosa en torno a fuerzas reaccionarias. "¿Qué quería Bolsonaro?" preguntó De Oliveira una noche mientras estábamos sentadxs cerca de su casa. "Quería una provocación para poder usarla como justificación para masacrarnos. No podíamos vencerlo en confrontación directa. Así que hicimos lo opuesto y nos enfocamos en lo que hacemos mejor: producir comida”.

Esta estrategia resultó crucial durante la pandemia, cuando, a pesar del auge agrícola que ahora impulsa gran parte del PIB del país, miles de brasileñxs comenzaron a pasar hambre. La respuesta del MST fue enviar 7 000 toneladas de alimentos para que fueran distribuidos en las ciudades. En este campamento, cada familia produce cultivos de subsistencia: por ejemplo, yuca, calabaza, arroz y frijoles, junto con una amplia selección de frutas y algo de ganado. Pero también dedican una parcela de tierra para cultivos comerciales. Con esos ingresos compran tractores, autos, planes de telefonía celular y fabulosas gafas de sol.

Miriam Barino, una mujer de mediana edad que habla con voz suave, supervisa la agricultura de subsistencia del campamento. Tiene hijos que trabajan en la ciudad, y su vecina, Marilda Silva Pereira, tiene una hija que trabaja como química en Alemania. "Antes era agricultora arrendataria, pero ahora no le tengo que pagar renta a ningún propietario", me dijo Barino, mientras dos residentes trabajaban la tierra junto a ella bajo el tranquilo sol invernal. Ella supervisa un complicado tramado de huertos, el cual me mostró, trazado con tinta, en un pedazo de papel desgastado, cuando estábamos en su cocina. "A nuestro parecer, la mayoría de la gente que vive en las favelas de las ciudades fue expulsada de la tierra cuando lxs grandes agricultores la reemplazó con máquinas", me dijo. "Su lugar está aquí".

A veces las ocupaciones del MST se vuelven asentamientos con rapidez; a veces, tardan décadas; y, a veces, se las juzga ilegales o son desalojadas a la fuerza. Esta en Paraná debería funcionar, a la larga, siempre y cuando las autoridades de la reforma agraria logren acordar un pago adecuado del Gobierno a lxs terratenientes. Aunque el MST se trasladó a estas tierras hace 20 años, De Oliveira, Barino y los demás siguen siendo ocupantes, no residentes permanentes. Hay un grupo que hace guardia en la única entrada que está ubicada por la carretera más cercana. El día que llegué al campamento, tuve que identificarme para poder sortear a las cinco o seis personxs que estaban sentadxs allí mirando la barrera mientras su gran bandera roja, con el mismo logotipo que la gorra, ondeaba sobre nosotrxs.

El MST rastrea sus raíces a dos diferentes movimientos de la historia de Brasil. Las Ligas Camponesas —o Ligas Campesinas, organizadas por el Partido Comunista Brasileño en los años 50—, son su antecedente más obvio. Después del golpe de Estado de 1964 respaldado por Estados Unidos, la dictadura militar aplastó a las Ligas, compuestas por aparcerxs y otrxs trabajadores sin tierra. El movimiento también rastrea su historia a los sectores de la Iglesia Católica inspirados por la teología de la liberación; muchos de sus miembrxs más antiguxs tienen alguna conexión con la Comissão Pastoral da Terra, un grupo rural de la Iglesia nacido durante la dictadura. (Este linaje dual, que incluye tanto a sacerdotes como a marxistas, no es inusual en Brasil: facciones católicas progresistas y exguerrillerxs fueron lxs primerxs seguidores del Partido de los Trabajadores de Lula).

Pero en sus libros y en los programas de formación de su grupo, el MST se sitúa a sí mismo dentro de una historia mucho más amplia, una que se remonta a la antigua Roma y serpentea a través del feudalismo europeo. Considera a las luchas por la tierra de Brasil como fundacionales: el país nació como una colonia que exportaba productos agrícolas; el sistema portugués daba tierra a lxs aristócratxs y su productividad dependía de lxs indígenxs y personxs esclavizadxs. De acuerdo con el MST, cientos de años después ese sistema permanece más o menos intacto, excepto que muchxs de lxs descendientes de esxs trabajadores han sido expulsadxs de la tierra, y forzadxs a la pobreza y a los peligros de la vida urbana.

En este recuento, hay una serie de oportunidades perdidas. Después de que se abolió la esclavitud en 1888, la monarquía no concedió reparaciones a lsx personxs que habían estado trabajando en las fincas, y el país nunca promulgó una reforma agraria. El MST señala a los programas de redistribución de tierras bajo el presidente Abraham Lincoln como parte de la razón por la que Estados Unidos superó a América Latina —acotando algunas salvedades importantes, incluyendo el que Estados Unidos abandonara a lxs comunidades que habían sido esclavizadxs y destruyera a las naciones indígenas (el movimiento defiende ferozmente el reconocimiento de las tierras tribales brasileñas)—. Luego, en el siglo XX, la burguesía de Brasil demostró ser demasiado débil para impulsar de manera efectiva la reforma agraria que habría permitido la industrialización del país. Los recursos naturales de Brasil se quedaron en manos de una élite diminuta y depredadora, que era despiadadamente extractivista, así como estúpidamente ineficiente.

El resultado fue que Brasil cayó en el subdesarrollo; la literatura del MST enfatiza que fue precisamente el impulso a la reforma agraria, por parte del presidente izquierdista João “Jango” Goulart, lo que llevó a que la gente adinerada apoyara el golpe de Estado de 1964 respaldado por Estados Unidos. El Gobierno militar que siguió ideó un plan para redistribuir pequeñas parcelas a familixs brasileñxs, pero lxs poderosxs terratenientes bloquearon su implementación.

Desde principios de la década de 1980, cuando el país comenzó a avanzar hacia la democracia, lxs trabajadores sin tierra empezaron a agitar para que se les dieran parcelas, en particular en el sur. Su método era la ocupación, y en enero de 1984 se agruparon en el MST. En 1988, la nueva Constitución especificó que la tierra podía, bajo las condiciones adecuadas, ser entregada a familias. La legalidad y legitimidad de las actividades del MST penden, en gran medida, de la formulación del artículo 186 que establece los requisitos mínimos para lxs propietarixs privadxs de tierras: estos deben “hacer un uso racional y adecuado” de la tierra y “preservar el entorno natural”, mientras cumplen con todas las normativas rurales y laborales; y el Estado debe remunerarlos si sus propiedades son usurpadas. Pero, al igual que las protecciones para la Amazonía y para los pueblos indígenas, estas promesas chocaron con el poderío económico privado. En la ausencia de presiones adicionales, pareciera que lxs funcionarixs del Instituto Nacional de Colonización y Reforma Agraria nunca hicieron nada. Para el MST, la solución era la ocupación.

Durante los dos primeros mandatos de Lula, de 2003 a 2010, la economía se disparó, en parte, gracias a las exportaciones de materias primas a China, solo para desacelerarse cuando los precios cayeron y el país fue consumido por las crisis políticas (entre 2015 y 2018): Dilma Rousseff fue reemplazada por Michel Temer, el presidente proempresarial no electo; Lula fue encarcelado; y ya cuando Bolsonaro se postuló en 2018, los buenos tiempos habían quedado atrás hace mucho para lxs brasileñxs de clase media baja. Con la victoria de Bolsonaro, lxs terratenientes adineradxs ganaron un partidario incondicional en el palacio presidencial. João Pedro Stédile, quien durante largo tiempo ha sido el intelectual más prominente del MST, se sorprendió de cuán pocas personas —aparte del MST— salieron a defender al Partido de lxs Trabajadores cuando encarcelaron a Lula. "Hubo una falta de apoyo popular", me dijo Stédile, "porque lxs trabajadores ya habían sido derrotadxs como clase".

Paulo Teixeira, el ministro de Desarrollo Agrario de Lula, tiene la tarea de lidiar tanto con la presión de la izquierda como con los ataques de la derecha. "Este gobierno escucha a los movimientos sociales y refina", me dijo Teixeira una noche, mientras se preparaba para una reunión en la capital con autoridades de la reforma agraria. Él cree que las ocupaciones del MST son una forma legítima de presión, pero no le parece que sean necesarias ahora que su ministerio está impulsando la reforma agraria: enfocándose en redistribuir tierras públicas y tierras de propietarixs endeudadxs con el Estado.

En 2023 hubo al menos tres instancias en las que el MST fue demasiado lejos, dijo Teixeira, incluyendo la ocupación de tierras que son propiedad de una empresa de papel y celulosa y de una corporación estatal de investigación agrícola. Si el movimiento ocupa tierras que, resulta, están siendo usadas legalmente, entonces las cortes no reconocerán el asentamiento y ordenarán que el campamento se disperse. A veces se elige el objetivo equivocado, y el MST tiene que tomar un nuevo rumbo. Pero las ocupaciones en una empresa productiva y en instalaciones estatales fueron más bien una "protesta" intencional, explicó Teixeira, aunque dijo que hubiera preferido que el MST hubiera expresado su punto de vista de una manera distinta. "Todo lo que se ha hecho, toda la reforma agraria que se ha llevado a cabo, ha tenido lugar dentro del marco de la legislación existente y de la Constitución".

Tras los dos primeros mandatos de Lula como presidente, cuando la popularidad del Partido de lxs Trabajadores comenzó a declinar, hubo activistxs (y miembrxs) que pensaron que el MST se había acercado demasiado al Gobierno y dejaron al grupo de forma pública. Sin embargo, en los años oscuros del radicalismo de la extrema derecha, muchxs llegaron a apreciar la estructura, pragmatismo y vínculos institucionales del MST. Ahora que Lula ha vuelto, lxs líderes del MST se quejan de que izquierdistxs bien intencionadxs (incluyendo aquellxs en el Gobierno) les dicen que las ocupaciones ya no son necesarias o que el hiperenfoque del grupo en la reforma agraria radical es menos relevante en un país en proceso de urbanización o que deben encontrar la manera de vivir junto a la gran agroindustria en lugar de intentar reemplazarla.

El MST, por supuesto, no está de acuerdo. Su sector Frente de Massas, o Frente de Masas, se dedica a la promoción constante para reclutar a lxs brasileñxs de la clase trabajadora. A unas pocas horas de Brasilia, en el estado conservador de Goiás, un conocido reclutador local a quien llaman Frangão, o "Pollote", fue parte de la campaña para hacer justamente eso. Fue preguntando en la comunidad hasta encontrar a docenas de personxs que estaban interesadxs en obtener su propio pedazo de tierra, y reuniendo así a un grupo de revolucionarixs en potencia. Conocí a las mujeres de este grupo en la periferia pobre de Goiânia, la capital del estado.

Una mañana de marzo de 2023 se despertaron muy temprano y, uniéndose a un grupo formado por unas 600 familias, se dispusieron a ocupar una gran finca en las afueras de Goiânia. Se subieron a autos y camionetas, se dirigieron a la propiedad e izaron la bandera del MST en un poste hecho de caña de azúcar. Llegaron preparadxs para acampar durante meses, o años.

Marlene Pereira de Morães, de 65 años, una de las nuevas reclutas, me dijo que esperaba que el resto de su familia pudiera incorporarse a un campamento ya victorioso. Pensaron que tenían una buena oportunidad con la propiedad, ya que su propietario había sido condenado por traficar mujeres para el comercio sexual. Pero el gobernador del estado tenía otras ideas: había prometido en su campaña que no habría nuevas "invasiones" de tierras agrícolas privadas. Envió a la policía militar y usó a las fuerzas estatales para intimidar a muchxs de lxs familixs para que se mantuvieran alejadxs. Ueber Alves, abogado del MST, me dijo que esta táctica es ilegal. Pero cuando un gobernador viola este tipo de ley, no está claro quién se supone que lo haga rendir cuentas.

De Morães y otrxs cuatro reclutxs recientes del MST se sentaron a mi lado mientras esperaban en un limbo judicial para descubrir si podrían establecer su campamento. Algunxs tenían experiencia agrícola y otrxs no; todxs habían estado ocupadxs aprendiendo sobre la filosofía del MST. "Me lancé al movimiento en cuerpo y alma," me dijo Avelice Pereira de Sousa. "Queremos ganar un pedazo de tierra, y queremos un lugar donde podamos crecer, producir y envejecer. Y nuestro mayor objetivo es, por supuesto, la reforma agraria en todo la nación". Francisca Rocha Costa, de 68 años, me preguntó, de manera muy cortés, si ellxs también podían grabar la entrevista. Alguien les había advertido que periodistas sin escrúpulos podrían tergiversar sus palabras.

En mi último día en su campamento de Paraná, De Oliveira pasaba la tarde con su hija Heloisa mientras troceaban un cerdo. Como suele suceder, la conversación se desvió hacia la historia de la reforma agraria. "Está claro que al final Mao solo triunfó en la guerra civil porque tuvo el apoyo de los campesinos, el respaldo del pueblo, contra los grandes terratenientes", dijo. Su vecina Edna Santos, la directora del Sector de Educación del lugar —es decir, quien supervisa las escuelas que el MST construyó e integró al sistema nacional que es financiado con fondos públicos— se unió a la conversación, tratando de recordar una palabra en particular. "¿Cómo llamaban al tipo de servidumbre que tenían en Rusia?", preguntó. "Siervos. Sí, vivían en servidumbre, mientras que en China era diferente. Eran, tan solo, campesinxs muy pobres".

A Santos, de 55 años, le gusta llevar una gorra militar con la bandera cubana, otra de las que el MST vende en las tiendas citadinas. Llegó al campamento en 2019, después de un intento fallido de obtener el reconocimiento de un asentamiento bautizado con el nombre del célebre Quilombo dos Palmares. Quilombo fue una comunidad del Brasil colonial conformada por africanxs esclavizadxs que escaparon. Además de ayudar a dirigir la escuela, se desempeña como DJ en las fiestas de los sábados de noche del campamento. "Primero pongo música gaucha, pero a medida que avanza la noche, la cambiamos por música más fuerte, electrónica", me dijo. El concierto se celebra en la "carpa grande", que es más bien un hangar, de cuyo techo cuelgan banderas rojas gigantes del MST y una bandera de arcoíris que reza "Toda forma de amor é valida": Toda forma de amor es válida. "Esa la puse yo", me dijo con orgullo.

El interés por la misión revolucionaria varía considerablemente en el movimiento. Para algunxs personxs, su principal preocupación es conseguir su propio terreno y tener un descanso de la violencia de la ciudad. El MST tiene un programa que enseña a lxs miembrxs a leer y escribir, que está basado en uno desarrollado en Cuba, pero es fácil encontrar miembrxs que no lo han cursado y solo quieren dedicarse a la agricultura. Por otro lado, si una persona muestra intereses particulares o un conjunto particular de habilidades, es probable que sea nominada para un puesto de liderazgo o que se le proporcionen oportunidades adicionales de educación. Pudiera recibir una beca para seguir una carrera en agronomía o en enseñanza, estudiando medio tiempo en una importante universidad cercana. "Si no fuera por la manera en que revolucionó la educación y por la manera en que, además, ocupó el sistema de educación formal, el MST no seguiría existiendo en la manera que lo hace hoy", dice Rebecca Tarlau, profesora de Penn State que ha escrito sobre la pedagogía del MST. "Allá por 1998 no había un solo líder, excepto quizás João Pedro Stédile, que tuviera un título universitario".

Tras un viaje de siete horas de regreso por Paraná rumbo a la costa atlántica, conocí a Sara da Lila Wandenberg dos Santos, la coordinadora de 37 años de un campamento más pequeño. Dos Santos se licenció en pedagogía en la universidad estatal cercana, lo que fue costeado por el MST, y luego viajó a São Paulo para asistir a la Escola Nacional Florestan Fernandes, la escuela más importante de educación política del MST en el país. Allí cursó el Latininho, un curso corto sobre la historia de los movimientos sociales ofrecido para activistxs de toda América Latina. "Hablaban en español, y todxs lxs brasileñxs podíamos entenderlo. Si hubiera sido al revés, no habría funcionado", dijo Dos Santos entre risas.

Mientras que el campamento de De Oliveira se encuentra en la parte llana y café del estado, el asentamiento más pequeño de Dos Santos está ubicado en lo que queda de la espesa y brumosa selva atlántica. Cuando cruzas este estado, que está en la parte relativamente desarrollada del sureste de Brasil, puedes conducir por autopistas y detenerte en locales de hamburguesas sofisticados en áreas de descanso que recuerdan a la Arizona contemporánea, o puedes desviarte por un camino largo y encontrar algo más parecido al viejo oeste estadounidense de hace 150 años: un pueblo en auge propulsado por apropiaciones ilegales de tierras y cuyas leyes son dictadas por vaqueros y pistoleros a sueldo. Dos Santos miraba con atención a través de sus anteojos de marco negro mientras hablábamos en su apartamento y esperábamos que su hija regresara de la escuela y su hijo, de la práctica de tenis de mesa. Si ella quisiera ascender en el MST, es probable que le fuera de ayuda el hecho de que su campamento ganó un premio por sus esfuerzos innovadores para recuperar el ecosistema local.

"En verdad, el proceso de formación comienza en el momento en que la gente establece un campamento", dijo Geraldo Gasparin, uno de lxs dos miembrxs que supervisan el programa nacional de educación política del MST. "Aprendes muchísimo con simplemente hacer. Toda la vieja generación tiene barbas blancas", agregó. "Nuestro trabajo es formar a una nueva generación de militantes".

El día que visité la escuela de educación política de São Paulo, un grupo del MST que procedía de todo el país acababa de terminar un curso sobre mujeres intelectuales —brasileiras como Nise da Silveira, Vânia Bambirra y Lélia Gonzalez, que merecen un lugar en el canon junto a los hombres brasileños. Le confesé a Ruth Teresa Rodrigues dos Santos, una coordinadora de la bodega del MST en Río de Janeiro, que no había oído todos esos nombres antes. "Tampoco yo", respondió. "Esa es una de las cosas que queremos cambiar".

Después de que Lula regresó al poder, la derecha bolsonarista no esperó mucho para lanzar un contraataque. Algunxs de sus dirigentes políticos principales abrieron una investigación parlamentaria con rapidez sobre los delitos supuestamente cometidos por el MST. Durante meses, esta proporcionó un escenario para que congresistas de derecha denunciaran al movimiento social.

La comisión escuchó a agricultores que se quejaban de que sus tierras les fueran arrebatadas y de las interminables batallas legales resultantes. Una persona con quien hablé, que pertenece a una de estas familias de agricultores, mencionó a los Estados Unidos y, luego, de inmediato, me pidió que no le atribuyera la cita. "Este tipo de cosas nunca pasarían en su país porque ustedes respetan las leyes", dijo. "Además, ustedes tienen su propia justicia para las personas que se pasan de la raya. ¿Cómo es que dicen? ‘Dale, hazme el día.’”

Noté comparaciones similares con la justicia por mano propia de los Estados Unidos mientras recopilaba información. Mientras esperaba para reunirme con Luciano Lorenzini Zucco, el presidente de la comisión, estuve sentado en la oficina del congresista junto a una mochila táctica de camuflaje decorada con la bandera de Estados Unidos y un parche de Punisher, el logotipo de la calavera que suelen llevar las tropas y la policía estadounidenses. "El derecho a la propiedad se respeta en Estados Unidos", me dijo Zucco cuando llegó. "Las leyes son rigurosas y se implementan cuando se rompen. Se valora a los agricultores. Por eso vemos a los Estados Unidos como un modelo".

Para fines de 2023, la investigación parlamentaria se había desvanecido sin siquiera producir un informe final. Pero a lo largo de 2024, se volvió cada vez más evidente que el MST también estaba siendo limitado por las fuerzas institucionales de la izquierda. Aunque el Gobierno de Lula siempre da indicaciones de que está del lado de la reforma agraria, el reconocimiento de los nuevos asentamientos llega con más lentitud de lo que quisieran a lxs agricultores del MST. Lxs líderes del movimiento entienden que Lula tiene recursos limitados y poco margen para maniobrar en el Congreso, pero también se quejan de que podría hacer más. El año pasado en una entrevista, Stédile dijo que el movimiento estaba "realmente irritado con la incompetencia del Gobierno".

En los últimos 15 años, el movimiento se ha apoyado en su organización y en el respaldo de las masas para flexionar sus músculos políticos, y ha participado en la muy necesaria defensa de la democracia de Brasil, ha rescatado a sus ciudadanxs del hambre y vinculado a lxs pobres del campo con el proletariado urbano en una lucha compartida. Pero estos logros, aunque impresionantes, no son la transformación radical de la tenencia de tierras, que es su razón de ser.

Una vez que la moda de usar ropa del MST se convirtió en una tendencia, inevitablemente comenzó a disiparse. Ya no se ve la gorra tan a menudo; ya no luce tan flamante como antes en los espacios vanguardistas del centro de la ciudad. Durante el apogeo del frente unido antibolsonarista, algunxs militantes bromearon que muchxs de lxs modelxs y DJs que lucían la gorra probablemente tenían padres que eran dueñxs de grandes fincas, que financiaban sus estilos de vida. Pero el movimiento sigue siendo mucho más popular de lo que era hace cinco o 10 años.

No ha "cambiado la vibra" entre las élites culturales de Brasil hacia la derecha —como lo demostró el intenso apoyo al melodrama antidictadura Aún estoy aquí —, pero ahora es diferente. Mientras que en 2021 y 2022 todxs pusieron manos a la obra con desesperación para evitar que se formara otro régimen autoritario, lxs progresistxs pasaron la mayor parte del año pasado viendo a un gobierno de centroizquierda salir del paso y hacer lo mejor posible en circunstancias difíciles. Al final del año, lxs candidatxs del MST ganaron elecciones en todo el país.

Y, luego, Donald Trump fue elegido presidente de Estados Unidos. Durante los últimos dos años, el movimiento bolsonarista no ha ocultado que ve al republicano como un aliado crucial en su intento de recuperar el poder. A principios de 2025, volví a sentarme con Gilmar Mauro, que ahora tiene 58. Acababa de llegar a São Paulo tras plantar un olivo dedicado a Palestina en su finca.

"A nuestro parecer, Estados Unidos es un imperio en decadencia, y cuando los imperios entran en declive, pueden volverse más agresivos", me dijo. Trump, por supuesto, es tanto la expresión de este declive como el vehículo para la agresión que lo acompaña. Si él hubiera estado en el poder en 2022, cuando Bolsonaro lanzó su violento asalto a la presidencia, el intento de golpe de Estado muy bien podría haber tenido éxito. Mauro cree que la nueva administración de Trump acelerará la catástrofe climática, y que busca no solo deportar a lxs migrantes, sino también someter a lxs trabajadores extranjerxs que quedan en los Estados Unidos a condiciones cercanas a las de la esclavitud; que atacará a los gobiernos de izquierda de la región; y que lxs élites de derecha que controlan la internet mundial usarán sus plataformas para manipular las elecciones. “Cualquier líder mundial que tenga algunas células cerebrales que funcionan debería establecer alianzas con rapidez para contener esas fuerzas peligrosas”, dijo.

En el frente doméstico, Mauro enumeró una serie de amenazas al ecosistema de Brasil. El Gobierno de Lula ha dedicado solo una fracción del dinero que se necesita para resolver las reclamaciones pendientes de la reforma agraria, dijo. "Eso no significa que no haya habido avances. Los ha habido.” Señaló la batalla contra la extrema derecha como la tarea histórica mundial más importante para la administración de Lula. Quizás eso también sea válido, en los últimos años, para el MST. "El movimiento se ha vuelto una fuerza organizacional. Ahora es un instrumento que puede ir más allá de su misión central".

En la noche del 10 de enero de 2025, en la ciudad de Tremembé, en el interior del estado de São Paulo, un hombre de la zona se presentó en la comunidad Olga Benário del MST, la cual lleva el nombre de la comunista germano‑brasileña ejecutada por el régimen nazi. Según los testigos, él creía que había comprado un pedazo de tierra y que podía usarlo como quisiera. Esto es imposible legalmente —las autoridades de la reforma agraria habían designado esta área como assentamento — y lxs representantes del movimiento se lo dijeron. El hombre se fue y regresó con un grupo de hombres armados. Valdir do Nascimento, 52, dio un paso al frente para dialogar. Los hombres abrieron fuego, repartiendo balas por el campamento, contaron lxs residentes.

"Una vez que comenzaron los disparos, no pararon. Era una bala tras otra. Entonces vi una chispa en una de las armas. Después de eso, fue una escena de terror", dijo Roseli Ferreira Bernardo, a quien todos llaman Binha. Me contó la historia afuera de la casa de Do Nascimento. "Escuché a mi hija llamándome a gritos, pidiendo ayuda. Pero me volteé y dije: 'No puedo ayudar. No puedo caminar. No puedo caminar'”.

Binha había recibido un disparo en el pie. Mataron a Do Nascimento y otro hombre, Gleison Barbosa de Carvalho, de 28 años; cuatro personas más resultaron heridxs. El MST siempre ha enfrentado la amenaza de la violencia. Pero este ataque ocurrió a solo dos horas de la ciudad más grande de América del Sur, en una región que se desarrolla con rapidez. Teixeira, el ministro de Desarrollo Agrario, abrió una investigación y dijo que el ataque fue "fruto de las semillas plantadas por el discurso de odio de la extrema derecha".

El MST respondió de inmediato. Activó una red de militantes en campamentos cercanos, aliadxs progresistxs en las ciudades, contactos en los medios de comunicación, abogadxs del movimiento y funcionarixs electxs simpatizantes.

Durante mi visita ese mes, la comunidad estaba en alerta roja. Entre otros refuerzos, el movimiento había enviado a Thalita Carvalho, quien vive en un campamento cercano y acababa de terminar su guardia nocturna. De chica, creía en la imagen que pintaban los medios de comunicación del MST, la de un grupo violento que invadía y robaba propiedades. "Mírame ahora", dijo, "con botas y con un machete colgando de mi cinturón". Durante muchos años Carvalho fue trabajadora sexual en la ciudad y a menudo fue víctima de la violencia. Me dijo que esto debe haberla endurecido. "Cuando entré al MST, me metí en problemas por beber y pelear. Me calmé un poco cuando entendí que podía confiar en todxs, y decidieron ponerme en el equipo de seguridad", continuó contando, sonriendo. "Creo que soy la única mujer trans en el cuerpo de seguridad".

A lo largo de los años, mantuve el contacto con las mujeres de Goiás, aquellas reclutadas por el "Pollote" y el Frente de Masas. Después de meses de espera, recibieron una buena noticia: podían regresar a la tierra que habían ocupado. De ahí, todo se movió con rapidez y las autoridades de la reforma agraria anunciaron que podían establecerse en el lugar de forma permanente. A diferencia del caso de la propiedad de Jocelda Ivone de Oliveira, la situación legal de la propiedad utilizada para el tráfico fue relativamente fácil de resolver, y Avelice de Sousa pronto asumió una posición de liderazgo en un asentamiento legal. Me envió una foto de su hijo jugando en un huerto de yucas que empezaban a brotar.

"Hemos vuelto y estamos felices", dijo. "Pero no hemos terminado. Queremos que más gente venga a la tierra. En este momento, estamos cavando un pozo más grande.

Vincent Bevins es el autor de Si ardemos: La década de las protestas masivas y la revolución que no fue y El método de Yakarta: La cruzada anticomunista de Washington y los asesinatos masivos que moldearon nuestro mundo.

Foto: The Nation

Available in
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Author
Vincent Bevins
Translators
P. Benedetti, Christian Velilla and Open Language Initiative
Date
08.07.2025
Source
The NationOriginal article🔗
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